EL BAGUAL
Una historia robada de una cantina de un poblado del estero de reloncaví, entregada al hermano de un amigo en uno de sus tantos viajes.
-¿No han escuchado de la parafimosis?
Nos miró con un aire de grandeza mientras nos hacía esa pregunta. Habíamos llegado esa misma mañana al pueblucho donde el Fede había empezado su trabajo como médico. 12 horas en un bus nocturno desde la ciudad, luego un busecito oxidado con olor a sobaco y con tantas gallinas como personas, para dejarnos al frente de una plaza con solo 2 calles de cemento. Lo peor fue que el Fede no había salido de su pega, así que nos tuvo casi 4 horas esperando en el pueblo de mierda ¡Como si hubiera algo para hacer! En menos de 30 minutos ya habíamos conocido la caleta, la playa y las antiguas casas coloniales.
El Fede que habíamos despedido hace 2 años era un cabro introvertido, flaco, torpe y medio raro socialmente. Algunos cambios notamos cuando nos saludó aquel viernes a las 4 de la tarde. Había un poco más de carne donde antes le colgaba la piel, se movía con una seguridad de patrón de fundo y se había dejado un bigote de pelos rubios irregulares que, a mi parecer, le daban pinta de pedófilo.
A sus 2 años trabajando, nuestro amigo ya era considerado una autoridad dentro del pequeño pueblo en el que había llegado a ejercer. Tenía una casa en la parte alta del poblado, que le daba una hermosa una vista de los alrededores, además de un control sobre los porvenires de la gente, a la que se refería como “mi pueblo”. Vivía en pareja con una chica que trabajaba en su mismo hospital (Aunque nos admitía que se daba la libertad de tener una relación abierta a escondidas), la cual ahora nos acompañaba a tomar en la cantina del pueblo. Se llamaba Karla, era tens y tenía un hijo de 8 años que vivía con su abuela.
Era de noche, y habíamos decidido aflojar nuestros humores a través de la intoxicación con vino en caja servido en pequeños vasos de vidrio. La conversación había fluido de manera exclusiva hacia sus anécdotas, al cual el refería como sus “historias de guerra”. Debo admitir que nos reíamos con sus historias; con el tiempo parecía haber desarrollado un muy buen sentido del humor.
-La parafimosis es cuando el capuchón de la corneta se te va para atrás, como cuando arremangas un chaleco.
-¡Cochino! No le digai así.
-Perdón amor… Bueno, cuando el capuchón del pene se va para atrás, empieza a estrangular el cabezón. Entonces la cabeza del pene empieza a acumular sangre, creciendo con la inflamación.
-Y no se le puede tirar el cuerito para adelante? – Le pregunté.
-Ese es el problema. Cuando el cabezón ya se empieza a hinchar, se pone difícil que el prepucio vuelva a su posición.
-¿Qué se hace entonces?
-Uno le da la paja del urólogo.
El Fede procedió a contarnos su historia. Había llegado un día a un turno de sábado, cuando su colega le contó sobre el nuevo ingreso. El paciente era un hombre mayor, ágil, de un sector vecino. Lo habían hospitalizado por una sospecha de infección a la próstata, además de tener que instalare una sonda urinaria.
-A veces, cuando a estos viejos se les tranca el pipí, les ponemos un tubo que va desde la punta del pene a la vejiga.
-Puta… me imagino que debe doler esa wea.
-Ni te imaginas.
Su colega le dijo que le paciente había pasado agitado toda la noche, motivo por el cual tuvieron que contenerlo. Cuando el Fede fue a revisarlo al día siguiente, encontró un hombre de unos 60 años, con una cara de agonía, que repetía una y otra vez: “La pichula hijo, la pichula”.
-Cuando voy y le bajo los pantalones, encuentro su manguaco con la sonda y una parafimosis que le había dejado el cabezón azul. Osea, este huaso le tiraron el capuchón pa’ atrás cuando le colocaron la sonda, pero se les olvidó dejarlo en su sitio cuando habían terminado la pega. Naturalmente se le empezó a inflamar la zona, lo que le trajo más dolor. Al ponerse a gritar, que es esperable si estas con dolor de tu hombría, lo encontraron muy soez, concluyendo que la razón era que estaba delirioso, así que lo amarraron a la cama para que se “tranquilizara”. Pobre hombre…
No había tiempo que perder. Previo un par de videos de youtube (dado que desconocía la técnica hasta ese entonces), el Fede tuvo que ordenar a su equipo y preparar los insumos para una reducción manual de la parafimosis.
-Yo temblaba de nervioso… apuñalando ese pene con la anestesia, diciéndole al hombre que se quedara tranquilo… lo peor es que si la técnica no me funcionaba, la opción siguiente era mandarle un corte.
Según nos dijo, cuando la anestesia hizo efecto, el hombre del pene estrangulado logró calmarse. En ese momento entraba la reducción manual, la mal llamada “paja del urólogo”. Lo que mi amigo tenía que hacer, era lograr bajar la inflamación del cabezón, para que se achicara, y así poder devolver el prepucio a su lugar. Para lograrlo, tenía que apretar el pene con una mano con la mayor fuerza posible, hasta lograr que se devolviera toda la sangre al cuerpo.
-¿Cuánto rato hay que estar ahí amasándole el pico?
-Uff, unos buenos 30 minutos. Ya que estaba en esa, decidí meterle conversa al viejo.
El hombre se llamaba Reinaldo Ancapichún. Había viajado desde un poblado vecino, que se encontraban hacia la cordillera, siguiendo el rastro de un bagual.
-¿Qué es un bagual?
-Lo mismo le pregunté yo, mientras estrujaba el obelisco.
Los baguales son vacunos salvajes, toros que han sido paridos de una vaca domesticada, pero que, por distintas circunstancias, se ha vuelto esquivos de la presencia humana. Son animales feroces, fuertes y destructivos. Su instinto rebelde se tiñe de un odio innato al humano, el que lleva a encuentros con finales violentos y muchas veces funestos. En la zona en la que nos encontrábamos, la mayoría de la gente no es dueña de tierras, lo que los obliga a pastar a su ganado en terrenos vírgenes, dentro de la cordillera o en selvas costeras. Los animales pueden quedar ahí temporadas de invierno y otoño, para ser recuperados en la primavera por los arrieros, que deben navegar los planes silvestres con la ayuda solo de su memoria. Hay veces que una vaca preñada escapa del lazo del arriero, viviendo como fugitiva. Cuando una de estas vacas da a luz a un toro, es que nace un bagual, animal destinado a rondar por la hierba en solitario.
Hay arrieros que se dedican a la caza y captura de baguales; Don Reinaldo era uno de estos hombres. Las salidas se hacen en grupos, acompañados de sus caballos y sus perros. Solo los más honorarios en la profesión se atrevían a salir a la caza en solitario.
Los arrieros pueden estar días hasta semanas siguiendo el rastro en un bagual. Cuando se encuentran cerca, son los perros los que dan la alarma, correteando el animal y mordiendo los tobillos. En ese momento, los hombres se bajan de sus caballos con sus lazos en mano, para enfrentar a la bestia. El objetivo es enlazar el cuello. Luego, uno debe tirarse a suelo y tratar de anclarse de la vegetación, porque el animal va a tirar con fuerza. El hombre en ese momento actúa como un ancla, haciendo fuerza desde un ángulo bajo, esperando el momento en el que el toro pase a la distancia indicada para dar un tirón final, empujando su cabeza hacia el suelo, desequilibrándolo y llevándolo a piso. Con el animal caído, hay que actuar rápido. Una sola estocada del cuchillo del arriero a la yugular es suficiente, pero solo el arriero experimentado logra el toque eficiente y mortal.
-¿Dimensionan lo duro que deben ser estos huasos? Mas de alguno debe llegar a la casa con una fractura de costilla, un TEC o quien sabe ¿Ustedes creen que vienen al hospital? Ni cagando. Unos cortitos de pisco, una chupada de mate y el que llora es maricón.
-¿Este viejo los cazaba solo?
-Lo mismo le pregunté, porque yo no me lo creía. “Solo, y como más va a ser”, me dijo, con un aire de ofendido. Yo les digo, este viejo era choro. Además, estaba construido como un roble, con una buena cantidad de cicatrices por todo el cuerpo.
Según le contó don Reinaldo a mi amigo, venía siguiendo el rastro de este bagual hace años. Este no era un bagual cualquiera, sino el mismo bagual que había traído la ruina de su familia. Don Reinaldo no quiso entrar en detalles. Se volvió callado y sombrío al hablar del tema. Cuando le había preguntado que le había pasado a su familia, tantos años atrás, solo respondió: el hambre.
Para ese entonces, su pirula ya se había desinflado, quedando como una masa laxa y deformada por la presión de los dedos, momento en el cual el Fede pudo devolver el cuerito a su sitio. No lograr hablar más del tema con Don Reinaldo.
-Pero si quieren le preguntan ustedes. Miren, está justo al frente.
Apuntó con su dedo índice a un hombre sentado 4 mesas más adelante. Era alto, canoso, de piel morena y curtida, además de manos callosas, con las que tomaba en silencio el vino y dejaba caer dentro de su boca de manera tosca.
La noche continuó de manera agradable, endulzada en rondas de vino barato. Con el alcohol circulando, empecé a inflar mi autoestima. Mi vista empezó a reposarse sobre las mujeres locales, con sus pieles de tono café y muslos fuertes. Comparado con los hombres de la localidad, me sentía alto, con pinta de “gringo”, lo que me hacía sentir en ventaja con el sexo femenino. Fue Karla la que se dio cuenta de mis ilusiones de romance, por lo que fue cortante al decirme:
-No vaya a tratar de enamorarse a una chica, que aquí casi todas ya tenemos dueño.
-¿Son muy celosos los hombres por esta zona? – Repliqué.
-Amigo mio… no vas a querer meterte en una pelea, que los viejos aquí son duros, patean como mula y curados no van a dudar en darte una buena apuñalada.
Al Fede le había tocado atender varías peleas. En los sitios en los que no llega la ley, gran parte de los problemas se resolvían de manera local. Siendo un lugar pacífico, no era raro que disputas de borrachos terminaran en conflictos con heridas por cuchillo.
-Y mira que el que va a tener que suturar ese corte, voy a ser yo.
Había visto hombres perder la vista por golpes, dedos amputados en grupos de 3 e incluso heridas que habían expuesto las vísceras de un puro corte limpio de sus afilados cuchillos. Y es que cada hombre transportaba su cuchillo en su costado, el que afilaba todas las mañanas de manera religiosa. Era una herramienta de trabajo fundamental, pero además un arma de defensa implacable.
Mientras inspeccionaba a las personas reunidas en la cantina, noté a un hombre que tomaba solo, que había dejado sobre la mesa un pesado revolver oxidado, de esos con el cañón alargado, como las que usaban los vaqueros en las películas de western.
Al preguntarle a mi amigo, me dijo que aquel hombre era Don Feliciano Mancilla. Era de estatura chata, cara rechoncha y desagradable. Mantenía una mueca continua, la que se exacerbaba cada vez que tomaba su sorbo de vino. Su mano libre la mantenía siempre cerca de su arma, como preparado para una emboscada.
-Es un viejo bien especial. Desagradable como él mismo. Desde que lo conozco que anda siempre armado – Nos dijo Fede.
-El no sale sin su pistola – Prosiguió Karla.
-¿Es un delincuente que busca refugio por estas zonas? ¿Un nazi? ¿Un general de la dictadura?
-No… Solo un gaucho, pero con un pasado que le pesa sobre el cuerpo.
Diciendo esas últimas palabras, el Fede llamó a un hombre de unos 25 años que bebía en silencio en una de las mesas al lado de la nuestra. El hombre se presentó como Don Gerardo Llancan Mancilla. Se sentó en nuestra mesa y aceptó gustoso de compartir de nuestro vino.
-Don Gerardo… A mis amigos les gustaría saber la historia de tu taita, si es que no es problema.
-Aiiiii… Mi taita. Un hombre duro, a la antigua como se criaban antes. En la familia lo cuidamos porque nos corresponde por sangre, pero no da muchos motivos para quererlo – Dijo, entre risas.
-¿Es el abuelo por el lado de tu mama?
-Si, si. Mi abuelita falleció hace unos años, por suerte. La casaron obligada cuando tenía 15. Me contaron que se escapó el día del matrimonio en un caballo cabalgando a cuero pelao, y que mi taita la siguió hasta que la atrapó en el monte. Se la trajo amarrada al mismo caballo y no se sacó la soga hasta la noche de bodas.
Don Gerardo nos examinaba a cada uno mientras decía sus palabras con una mirada inquisitiva. Su tonalidad era plana, pero con notas burlescas. Parecía como que sondeaba, buscando nuestra reacción, para ver si éramos de confiar. Nosotros respondimos con un asombro honesto y llenamos nuestros vasos con vino. Más tranquilo, procedió a contarnos la historia de su abuelo.
…
El invierno había sido crudo. La familia se sentaba en las bancas de madera alrededor de la cocina de leña, comiendo mote hervido. Afuera caía una lluvia torrencial, colándose entre las planchas de zinc malogradas, generando goteras que terminaban en pozas de barro en el sueño. El ambiente dentro de la cabaña era caluroso y húmedo. Ambos hermanos se concentraban solamente en sus porciones de comida, la que tragaban de manera desesperada, sin esperar a que se enfriara.
La madre guardó le resto de grano en el saco, para dejarlo en la esquina seca de la casa. Solo quedaban los tres en la casa, prisioneros por los bosques de raulí y alerce, traído por los sueños del fallecido padre.
No tenían ganado. La ignorancia de los terrenos había llevado que sus vacunos se adentraran en los bosques del monte, fuera del alcance de la familia. En su tiempo, le padre había dedicado largas jornadas para buscar a las bestias, pero su avance a pie era lento y engorroso por la densidad de la vegetación. Tuvo que darse por vencido, finalmente.
Habían iniciado huertas a su llegada. Cada 4 meses bajaban al lago y cruzaban en la pequeña barcaza, para acceder al camino que llevaba al pueblo, para abastecerse de semillas y carne seca. Las tierras vírgenes eran fértiles, pero requerían de un trabajo sobrehumano para su limpieza y preparación para los cultivos. Los avances fueron lentos y tortuosos. Las esperanzas empezaron a derretirse, deslizándose río abajo, arrastrados con las lluvias de invierno, que con su paso arrasaban con las cosechas. A los pocos años, solo había mate y grano para alimentar a la familia de 4. Los mínimos ahorros se habían esfumado con las últimas compras de carne seca y semillas.
En una medida desesperada, el padre había decidido adentrarse en los bosques, pensando así traer de vuelta algún ejemplar del reducido ganado que habían perdido en su llegada. Salió de la casa un fría mañana. Sus hijos lo vieron por última vez en la entrada, arropado en su pocho, armado de un machete y un revolver de 6 tiros, además de una pequeña choca de aluminio, en la que guardaba provisiones.
Fueron eternas su noche de ausencia, en la que la madre esperaba sentada a la luz de las cenizas rojas. Su lealtad se motivaba más por la ilusión de un cambio de suerte; el amor se había acabado, fundido con la idea de responsabilidad y monotonía, dañada su pasión en la desesperanza del hambre y la pobreza.
A las 2 semanas, dieron a su padre por muerto, tal vez caído en algún risco o atacado por un puma solitario. Lo que sabía la madre es que debía mantener vivo a sus dos hijos. La noción de supervivencia la volvió cruel y práctica. Los niños de solo 8 y 10 años debían aportar, si es que deseaban mantenerse con vida.
Casi a las 3 semanas de la desaparición del padre, un grupo de gauchos llegó a su casa. Con sorpresa, la madre salió atolondrada. Desde dentro del rudimentario hogar, los niños escucharon el grito desgarrador de su madre. Entró a la casa al poco rato, con el poncho de su padre, el revolver y una porción de carne seca.
-A su padre lo mataron por robar ganado ajeno. Le dispararon con su propia arma.
Luego se sentó y cocinó la carne, a modo de que todos pudieran tener al menos una porción esa noche.
Con la llegada de la primavera, los hijos se habían convertido en esqueletos andantes, aunque de caras rudas y modales salvajes. La madre se mantenía solemne, con la pena tallada sobre su cara arrugada. En un frenesí de desesperación, juntó a ambos hermanos y depositó sobre sus manos el revolver antiguo de su padre.
- Ahora, les va a tocar lo que su padre no pudo. Aquí nos morimos de hambre. Ni fuerzas me quedan para cruzar el lago a pedir limosna. En ustedes cae la responsabilidad de esta familia. Tendrán que cruzar los bosques y buscar algún valle con ganado. Lo robarán por los medios que sea necesario.
Sin más preámbulos, los vistió con los trapos que tenían de ropa, además de un machete y una manta para dormir en la noche, y los llevó al bosque, indicando la dirección más cercana.
-En la base de la montaña frente a ustedes hay valles. Ahí encontrarán ganado. ¡Vayan, por nuestra familia!
El paso por el bosque fue lento, pero ambos niños ya no temían a dormir acostados en el suelo, bajo la protección de alguna piedra o árbol. El revolver quedó bajo la custodia del mayor, quien en el pasado había aprendido a disparar con su padre. A medida que avanzaban por el laberinto de vegetación, solía apuntar, con un ojo cerrado y otro sobre la mira, preparándose mentalmente para su uso.
Les tomó cuatro días de caminata, bebiendo agua directamente de los esteros y alimentándose de brotes frescos de coligue o michay verde. Cuando el bosque se abrió por fin en el primer valle, ambos hermanos rieron de alegría, y aprovecharon los rayos tibios del sol para dormir en el pasto.
A pesar del agotamiento, el mayor alentaba su hermano pequeño, con promesas de cazuela de vacuno o carne asada, que con el solo recuerdo les llenaba la boca de saliva dulce. Habían sido varios meses desde que se habían dado el gusto de masticar la fibra de carne animal.
Encontraron una cabaña, tal como había prometido su madre. Desde la distancia y escondido entro los arbustos espiaron, con su mayor interés sobre las 4 bestias que pasteaban en el corral de palo, a un lado de la casa. Había un total de 6 personas, de los cuales había 3 hombres, 1 niño de su edad y 2 mujeres. Del ganado, se distinguía una vaca con 3 terneros.
Esperaron hasta ser cubiertos por la oscuridad de la noche. Con sus ojos acostumbrados, guiados por la luz tenue de una luna menguante, caminaron semi agachados hasta el corral. El mayor entró, para reunir los animales, mientras su hermano le hacía guardia a un lado de la casa.
Usando una varilla, el mayor empezó a corretear la vaca, la que se movía lentamente, acostumbrada a los humanos. Los novillos se sobresaltaron, dando gritos. Hubo movimientos en la pequeña casa; el menor susurraba a su hermano para avisarle, el último intentando agarrar un novillo por su nariz. El ruido de las bestias aumentó, causando que alguien se levantara, con el sonido de sus pasos como única evidencia del peligro. El mayor luchaba contra un novillo, su hermano ya no tenía voz. Desesperado corrió al corral y sacó la tranca que bloqueaba la entrada. Una figura apareció desde el portal de la casa, se acercó gritando y agarró al hermano menor del cuello. Su hermano extendió su mano con el revolver, mientras la otra inmovilizaba al animal, usando sus dedos como ganchos y agarrando con fuerza sus orificios nasales. Cerrando un ojo, con el otro sobre la mira, dejó que la punta del revolver se alineara con la figura humana. Los gritos se vieron apagados por una fuerte explosión. Una nube de polvo se levantó en el corral, las bestias empezaron a saltar dentro de su espacio, apresurándose hacia la salida. El hermano menor sintió como la presión se soltaba sobre su cuello, mientras la sangre tibia rociaba su cabeza. La figura calló al suelo, con ambas manos su garganta, que regaba la hierba con el líquido escarlata, que brillaba en la noche.
-¡¡Corre!!
Ambos se dieron a la fuga, olvidando las bestias, que en ese momento galopeaban en su misma dirección, en fila, motivadas por su instinto. Más figuras aparecieron a sus espaldas, los gritos de las mujeres se unieron a acusaciones. Pronto hubo más explosiones, con silbidos que venían desde sus espaldas y rozaban sus oídos.
-¡¡Nos disparan!! ¡¡Corre!!
-¡¡AAAAAAAGHHHHHH!!
El hermano menor cayó al suelo dando vueltas. El mayor lo levantó y lo obligó a seguir la marcha. Llegaron a la entrada del bosque. La vaca a unos metros de ellos daba vuelta en círculos, desesperada, mientras uno de sus novillos la seguía desde atrás. No había rastro de los otros dos.
La sangre brotaba a chorros desde la pierna del menor, que pronto se dejó caer al suelo en lágrimas. Su hermano le tapaba la boca, tratando de atrapar el sonido de su llanto. Con sus sentidos atentos, escuchaba los gritos de los hombres que a distancia les seguían el paso.
-¡No puedo caminar! ¡Me duele! – Decía entre sollozos
-Tenemos que seguir, ya tenemos dos animales.
-No puedo…
La única opción era seguir adentrándose al bosque. No podían quedarse. Intentó levantar a su hermano, pero la fatiga y el hambre le habían debilitado los músculos. Sabía que la muerte los acechaba a poca distancia. Sabía también que, si dejaba a su hermano, sus persecutores lo atraparían y torturarían. Terminaría hablando. Posteriormente lo atraparían a él y a su madre, siendo juzgados por las leyes de los gauchos.
El invierno había sido crudo. Su relación se había convertido en un acompañamiento en dolor, una lucha por supervivencia regida por las leyes más antiguas de la naturaleza. Su realidad, el mundo que hasta ese entonces se había presentado ante sus ojos, seguía un principio claro. Su padre había caído bajo ese principio. Ahora les tocaba seguir los pasos de su padre, con un objetivo claro, sin importar el medio para lograrlo.
El mayor sabía lo que debía hacer.
Estiró su brazo, con un ojo cerrado y el otro alineando la punta del arma con el pequeño espacio que se formaba entre los ojos de su hermano. El último levantó su vista, cubierta de lágrimas.
Un disparo solitario resonó como un grito en la noche. Fue seguido por el silencio y la oscuridad. En algún lugar del valle, los dos hermanos mayores y su pequeño hermano menor, avanzaban entre la hierba, en una búsqueda frenética por algún rastro de la persona que había asesinado a su padre. El eco del disparo tomó su atención de golpe. Se quedaron quietos, con sus sentidos analizando cada movimiento que ocurría entre las sombras. Luego corrieron hacia la dirección del ruido, solo para encontrar un pequeño niño de 8 años, con su cara deformada por donde había entrado la bala.
No encontraron al asesino. Tampoco recuperaron a su ganado esa noche.
…
El perfume el vino cubría el ambiente, lo que daba un toque ácido al polvo que se levantaba con el zapateo de las personas. Con la mente levemente nublada por la embriaguez, observé a Don Feliciano, el “fratricida”.
-Dicen que desde entonces que lleva siempre el arma, cargada con sus últimas 3 balas – Concluyó don Gerardo.
Su historia era un mito popular, el que se contaba de vez en cuando para los extranjeros, como una atracción turística. Nadie recordaba quien había sido el primero en contarla, pero se sospechaba que algún párroco de paso había soltado la lengua en alguna noche de embriaguez con sus feligreses.
No se que fue lo que me motivó después. Pudo haber sido el alcohol, o que en parte no creyera de completo la historia que nos había contado Gerardo. Me levanté de mi silla y caminé en dirección de la mesa de Don Feliciano. Antes de que mis amigos pudieran hacer algo, estaba sentado frente al viejo.
Don Feliciano se mantenía bebiendo en silencio, su mirada perdida en el fondo de su vaso. Apenas levantó la mirada cuando me senté frente a él.
-¿Y uste’ a quien espera armado? – Le dije, mis palabras arrastradas por mi modulación de borracho.
-¿A uste’ quien lo invitó?
Diciendo lo último, levantó el arma y apoyo el barril del cañón sobre mi frente.
-¿Me va a disparar?
-Solo si me sobran las balas.
-Las tiene contadas?
-Una es pal diablo, pa’ cuando venga a buscarme. La otra es para mí, cuando me aburra de la vida. Creo que una me sobra.
Sin quitarme la vista de encima, llevó el gatillo hacia atrás.
Mi corazón latía acelerado, pero mi cuerpo permanecía tranquilo, casi hipnotizado por la adrenalina de estar bajo la mira de un cañón. Me sentí atraído por su cara, sin emoción alguna, con ojos que colgaban aburridos desde su piel desgastada. Me veía reflejado en sus pupilas, que me observaban solo por estar frente a él y su arma, proyectando una indiferencia solitaria absoluta.
Los segundos que pasaron parecieron eternos. Estando frente a él, mirándolo fijamente, no pude obtener información alguna. Solo observé su soledad, su violencia, casi instintiva, sin poder sacar conclusiones, sin poder sentir empatía. Aun así, me sentí absorto por él, como quien enfrenta una bestia salvaje, antes de ser arrebatado a su muerte.
La mano de Don Gerardo llegó a mi salvación, que empujó el revolver hacia el techo, mientras inmovilizaba a su abuelo.
-Que anda haciendo taita… no le vaya a andar disparando a las visitas pue’.
Mis amigos me levantaron del asiento, para que nos retiráramos del local. El Fede nos siguió en un estado deplorable, apoyado de la Karla, quien lo llevaba casi como un bulto.
Llegamos a la casa y tuvimos que acostar al Fede de lado, con una bolsa de basura colgando del lado de su cabeza, por si llegaba a vomitar durante la noche. Cuando todos se acostaban, decidí salir al balcón a fumar un pucho.
Pronto me acompaño Karla. Fumamos en silencio un rato. Luego se acercó y me besó. Yo no puse resistencia.
Terminamos de fumar nuestros últimos cigarros apoyados de la baranda del balcón, mientras hablábamos estupideces. Debajo de nosotros, el poblado tenía sus últimos movimientos de vida. Solo la luz y el ruido quedaba en la cantina que hace unos minutos habíamos abandonado.
Abajo apareció la figura de Don Feliciano, con un paso de base ancha, como de borracho, caminaba hacia un bosque en los límites de la ciudad.
-Estos hombres prefieren salir a hacer sus necesidades a la naturaleza – Me dijo Karla, que había notado mi atención el viejo.
Pero una segunda figura apareció a la poca distancia, que caminaba despacio y decidido. Reconocimos a Don Reinaldo, acechando de solo un par de metros. A diferencia del primero, su caminar era tranquilo y decidido, no como el borracho que iba delante de él. Ambos se perdieron entre los árboles.
El silencio fue cortado por un disparo, que avanzó por el aire. Las bandurrias gritaron en coro, levantándose de sus árboles y volando hacia lugares más seguros. Miré sorprendido a Karla.
-¿Qué fue eso?
-Eso ya no es tu problema, chico.
-¡Tenemos que avisar a alguien, a carabineros! – Dije, acelerado.
-Es mejor no meterse.
-¡¿Pero cómo no vamos a hacer nada?!
Karla me acarició y trató de tranquilizarme con un beso. Su mirada era triste. Parecía entregada. Me llevó de la mano a un dormitorio donde compartimos solos.
Desperté al rato. Habían pasado solo un par de horas. Escuchaba como alguien se movía desesperado por la casa. Luego un portazo. Me quedé dormido en segundos.
Volví a despertar, pero para ese entonces la luz de la mañana ya se asomaba entre las nubes de la madrugada, colándose en la casa. El cuerpo de Karla estaba frío, moviéndose rítmicamente con su respiración tranquila. Sentí vergüenza y decidí vestirme y salir de esa habitación.
Encontré al Fede en la cocina. Tenía una pinta de mierda. Las ojeras le pesaban sobre la cara, como dos sombras oscuras, que apenas dejaban distinguir sus ojos casi cerrados por el cansancio. Vestía la misma ropa del día anterior, pero con manchas de sangre en las mangas de su camisa. Olía a una mezcla de alcohol y hierro. Al verme, me dio una pequeña sonrisa.
-¿Qué haces despierto? – Le dije
-Ni te imaginas.
Dejo pasar una larga pausa, mientras miraba con asco el café que tenía sobre la mesa, como juntando fuerzas para dar su primer sorbo. Luego llevó la taza a su boca y bajo la mitad del líquido con una mueca de asco.
-Le dispararon a Don Reinaldo. Esta muerto. Lo encontramos hoy en la mañana.
-¿Quién lo mató?
-Don Feliciano
-¿También está muerto?
-Ese viejo no muere. Vengo de verlo ahora.
Se dejó caer rendido sobre una silla. Parecía dormir, pero luego levantó la cabeza, para seguir hablando.
-No se que pelea tenían esos dos viejos… Pueblo de mierda, las sorpresas que nos trae. Algo pasó anoche, o de antes tal vez… No se. Se agarraron los dos en un bosque a las orillas del pueblo. Don Reinaldo le dio una buena acuchillada, le abrió hasta la tripa, y entonces el viejo de mierda de Feliciano le disparó en la cabeza… Un tiro único que le dio justo en la mitad, entre los ojos. Apenas se le reconoce la cara.
Tuvo que haber quedado un buen tiempo Don Feliciano ahí tirado. Después el viejo se arrastró hasta su casa ¡Hasta su casa! ¡Son como 5 cuadras! Cuando llegó llamó a su nuera y ella me llamó a mí. Estaba borracho todavía. Al viejo lo tenían encima de un sofá del sillón, con las tripas sueltas, mientras se las agarraban con toallas mojadas. No me dejó llevarlo al hospital ni menos trasladarlo a la ciudad. “Si muero, muero aquí” decía.
Fui a buscar todo lo que pude encontrar al hospital. Estuve casi una hora lavando sus tripas con suero, sacando hasta el último rastro de tierra. El piso de esa casa quedó con una posa de suero y sangre. Por suerte no le perforaron nada.
Después me dijo que lo cosiera. Yo no soy cirujano… El necesitaba un cirujano. “Cósalo usted doc” me decía Don Gerardo. Les dije que iba a doler, que se podía infectar. Me dijo “Si no aguanto más, me pego un tiro. Pero si no lo hace ¡le pego el tiro a usted!”. ¿Imaginas como estaba yo? ¡¿Te imaginas?! El viejo me encañonaba, pero cuando le dolía mucho, se ponía la pistola contra la cabeza… Yo ya veía que en cualquier momento le explotaba la cabeza y quedaba toda la pared pintada de rojo… - El Fede parecía ahogado contando su experiencia.
-¿Dónde quedó Don Feliciano?
-Quedó en su casa. Lo tengo con antibióticos y con suero. Ya ni me importa. Que se muera el viejo si tiene que morirse…
Dejó un largo rato pasar. En la pieza a mis espaldas, Karla se movió y yo empecé a traspirar frío. Tenía nauseas.
-Lo peor es que estos viejos no mueren – Dijo por fin el Fede entre risas.
Nos devolvimos ese mismo día. Estábamos tan encañados en el bus, que todos nos quedamos en silencio, aguantando las ganas de vomitar. De vuelta en nuestra ciudad, nos despedimos sin decir nada.
Hablé hace unos días con el Fede. Me confirmó que Don Feliciano sigue vivo. Se mantiene en un limbo entre la vida y la muerte, acostado en ese mismo sillón, dejando entrar solo a los médicos para que le den antibióticos y a su nuera para que lo alimente. Come unas mezclas de prietas con sopa de papa. Todo líquido, porque cada cucharada de comida lo deja casi desmayado del dolor. Aun así, el viejo ha aguantado.
Los carabineros decidieron que quedara en un tipo de “arresto domiciliario”. No subieron el caso a judicial
. “Se resolvió según nuestras leyes internas”, me confirmó el Fede.
A Don Reinaldo lo enterraron cerca del lugar donde lo encontraron. Nadie reclamó su cuerpo. El párroco hizo una pequeña ceremonia, solo para asegurar que no cayera tan fácil en las manos del diablo. Solo asistió el Fede, quien fue la última persona con quien habló Don Reinaldo.