Al Renato fue el alcohol lo que lo arruinó, aunque no directamente. En las ciudades es diferente. Hay otras drogas. La gente aspira coca, se inyecta, alucina en grandes fiestas. Pero por estos lados las cosas funcionan a la antigua. No hay mucho glamur ni desarrollo. Hay vino, cerveza y licor para los que no desean esperar. No hay crimen ni narcotraficantes. Solo borrachos tristes, sucios, despreciables. Son un circo fétido conocido, normalizado, periódico con los días de pago. A veces se les puede encontrar sobrios, limpios, peinados, aunque todos igual pensarán “ahí va el borracho ese”.
Cada lugar tiene sus emergencias. Las ciudades suelen ser más variadas. Tienen edificios, carreteras, fábricas, gente apiñada en pequeñas pensiones y mil formas de quitarse la vida. Pero en los pueblos la gama es más limitada. De vez en cuando se quema una casa. Las amputaciones de mano en máquinas agrícolas son frecuentes y las quemas de rastrojo suelen arrancar hacia los bosques vecinos, lo que producen buenos incendios en la temporada de verano. Pero si hay algo característico de mí zona, son las caídas en pozos o fosas negras. Y es que, por estos lados, hay que fijarse bien donde uno pone el pie.
La primera vez que fui a un rescate en pozo, tenía solo un año de bombero. El llamado salió en la noche, hacia una feria costumbrista. Una mujer había salido de los límites de la feria para buscar un lugar donde vaciar la vejiga. Los baños estaban todos ocupados o en mal estado, diría posteriormente la gente. Nadie sabe cómo fue, nadie la vio. Solo se supo que pisó la tapa. Su peso, como era de esperar, rompió la delgada plancha de madera y cayó de cabeza dentro del líquido viscoso. Alguien escuchó los gritos. Al rato llegó la gente. Ahí la encontraron, luchando por nadar entre deposiciones y quien sabe que más. El olor era insoportable. Estuvieron un buen rato tratando de sacarla con una soga, pero de lejos.
Cuando llegamos, ya estaba afuera. La encontramos boca abajo, inmóvil, con su olor putrefacto. El excremento le chorreaba desde el pelo y la ropa. Una mujer al lado de ella lloraba desconsolada. Pateaba al aire, peleando como un gato arrinconado, rasguñando y gritando con una voz ya desgastada. Tuvieron que agarrarla entre varios, para poder acceder al cuerpo. Estaba muerta. La cubrimos con una frazada. “Vieja loca, apuesto que está borracha”, fue lo que se comentó de la otra.
El Renato llegó al cuartel cuando yo ya tenía 5 años en la institución. Vino de la periferia, con su mamita la señora Ester y su Padre, el Pancho. Éste último no tardó en hacerse conocido. Todos le decíamos Pancho Manteca. No era un mal ser, pero el vicio lo trajo a rastra desde el campo. Ahora, el padre siempre es padre. El Renato de chico no entendía de parrandas; que su padre se ausentara días de corrido era normal. También fue él quien le enseño a usar el hacha y a manejar el vehículo. Pero con la edad uno va ganando sabiduría.
Puedo dar cuenta que el Pancho Manteca se esforzaba, aunque el resto no lo viera. Cuando venía sano era un hombre tranquilo, un poco nervioso. Solía ir agarrado del brazo de la señora Ester, quien reía con el recelo entre cejas. Algunos decían que lo agarraba para que no se le notara los temblores. Y es que llega un punto en el ya no se sabe en qué estado se encuentra. Cuando se está hasta el cuello en las aguas oscuras del vicio, la pureza se manifiesta como enfermedad.
Ocurrió lo que tenía que pasar. Al mezclarse con los bomberos, el Renato conoció otro mundo. Pasado los meses, sacó las sábanas de su colchón y las instaló en una de las camas de la guardia nocturna. Cuando había alguna labor que hacer durante el día, era el primero en ofrecerse. Si no estaba en el trabajo, estaba en el cuartel, sentado en la sala de estar, con la tele prendida, esperando a la caída del timbre. Amaba el micro mundo que se desarrollaba bajo esas 4 paredes. Era un espacio que sentía tan suyo, al mismo tiempo de no serlo. Podía haber largos periodos de soledad, como horas enteras acompañado. Los horarios no existían. Todo se hacía cuando daba la gana. Se comía cuando mandaba la tripa, se dormía cuando el cuerpo se rendía. La única regla era que, ante el sonido de los timbres de despacho, toda actividad cesaba. Los carros eran entonces vehículos que nos llevaban al mundo exterior; al mundo real. Los trajes nos mantenían en el estado de irrealidad, interactuando con las cosas desde una perspectiva externa. Allá afuera no había amigos, casas, plantas, autos; más bien, eran víctimas, fuegos multi compartimentales, gases combustibles y focos de propagación. Mientras más tiempo permanecía adentro, más alargaba el sueño.
“Anda para tu casa, Renato, anda a ver a tu mamita”, le decía. Yo lo entendía; a todos nos había pasado alguna vez. Afuera él era otro más, con un cuarto medio y un técnico incompleto, trabajando apatronado para un jefe que siempre imponía su autoridad incuestionable. En el cuartel podía ser un pitonero, un rescatista. Con el uniforme puesto, caminaba con el orgullo marcado en la cara y el pecho inflado. Pero eso es la ilusión de la vida del bombero. “Acuérdate que tienes familia, la vida no es puro incendio”. Pero él solo se reía. “Ya… ya, si se” me decía, sin sacar su atención del teléfono, donde repasaba las fotos y videos de las emergencias que había ido durante la semana.
El Pancho manteca le reventaba la burbuja. A veces aparecía en alguna emergencia, ebrio, y ahí la mirada de Renato se perdía en el suelo. Cuando uno es borracho, pero de esos se entregan al litro, uno se vuelve parte de la cultura popular, como una característica del paisaje. “Ahí va el Pancho manteca” “Parece que ni frio siente, ahí tirado en la banca” “Ya lo llevan al calabozo, por andar dando jugo en el hospital. Ese Pancho no aprende”. Era un padre orgulloso, de eso no había duda, pero como buen hombre de campo, se guardaba sus palabras. Pero bajo la alegría del licor era distinto. Se acercaría al Renato tambaleando, con el aliento fétido de vino barato. La mirada le quedaba desorbitada, hundida bajo grandes ojeras por la falta de sueño. Sus ropas estarían manchadas con la mezcla arcillosa de tierra, trago y orina, lo que desprendía un olor reconocible a metros de distancia. A todos nos daba pena por el Renato, porque la vergüenza no se le salía de la cara.
Para el último tiempo, el Renato pasaba todo su tiempo en el cuartel. Casi ni hablaba de su familia. Tratamos de sacarlo, a ver si se animaba a conocer alguna polola. Pero ahí se quedaba solo, callado, mirando a la gente. No bebía, y por eso la timidez no se le pasaba. Verlo ahí, tenso, con el cuerpo doblado sobre sí, callado, nos dábamos cuenta cuanto hijo de su padre era. Después de un par de fracasos, nos dimos por vencidos. Lo dejamos en el cuartel, cubriendo nuestros turnos, mientras nosotros aprovechábamos de salir y pasarlo bien. Fue un trato que nos acomodó a todos.
Las pocas palabras se le acabaron después del rescate. Ocurrió hace un par de meses. El frío del invierno había descendido la neblina, que se mezclaban con el humo de las estufas, generando una capa densa que pintaba la noche de un color gris. Uno solo podía ver a un par de metros y tenía que manejar con la cabeza fuera del auto. El despacho salió a las 11 de la noche. Al avanzar por la calle, la luz roja de nuestra baliza peleaba inútilmente por abrirse de paso entre el manto de neblina.
Los vecinos nos esperaban afuera, levantando gruesas nubes de vapor que subían desde sus bocas. Uno, delante de todos, nos miraba desafiante, con los brazos cruzados.
“Yo solo escuche el golpe¨, nos explicó. “Sabe que, con este frío, no dan ni ganas de salir. Así que me quede guardadito adentro. Mas tarde, cuando me dieron las de orinare, salí al baño. Ahí pillé el despelote ese. Encontré unas ropas al lado del baño, y como no pillé al cristiano, me vino la sospecha que el pobre debe andar nadando al fondo”.
Nos llevó a la parte trasera de su casa. Ahí, la letrina de plancha de zinc se mantenía inclinada, sujeta solo por sus paredes laterales. La pared posterior había desaparecido. El hoyo negro estaba atrás de la letrina. En su superficie flotaban los restos de la pared posterior. Al lado de la puerta, unas prendas de ropa se humedecían con el aire, abandonadas.
Ese día yo estaba a cargo de la máquina, pues era el más antiguo. Me di vuelta, para dividir las tareas entre los bomberos, pero el Renato ya había traído el bichero. Introdujimos la punta en el líquido espeso, picando aleatoriamente, hasta que sentimos la consistencia sólida y gomosa. Con la práctica, uno adquiere una sensibilidad más fina.
Sin perder el tiempo, ordené a 2 bomberos que se colocaran en traje de overol blanco para manejo de residuos. Con cinta aisladora sellaron el espacio entre su traje y sus botas. Los más antiguos sabíamos que serviría de poco, el líquido se te metía igual. Con guantes largos de látex, sellados también con cinta en sus antebrazos, se introdujeron a la piscina negra y fétida.
Mientras tanto, el Renato, que se había vuelto experimentado con las cuerdas, armaba un sistema para ayudar a sacar el cuerpo del agua. La rama de un árbol por encima del foso fue el punto perfecto para colocar la polea que direccionaba la cuerda. Los bomberos en la fosa ya habían escarbado dentro del agua viscosa, hasta llegar a dar con un objeto sólido y frío. Fue rodeado con una cuerda. Bajo mi orden, Renato tractó lentamente de la cuerda, exponiendo el objeto a la superficie.
Primero salió como una bola negra, chorreando el engrudo baboso. Nos protegimos la nariz con el antebrazo, respirando por la boca, para poder aguantar el olor. Luego se distinguió la figura blanca, larga y encorvada. Aparecieron brazos, piernas, un torso desnudo, una cabeza y una cabellera negra.
“Donde te llegamos a encontrar, borracho”, fue lo que todos pensamos cuando salió el cuerpo al aire. La cuerda tensa, sujetando la exposición de carne, que penduleaba con el viento. La exposición grotesca giraba sobre su eje, dejando en la memoria la mueca grabada sobre el rostro inerte, producida por esa boca retorcida y ojos abiertos. Los brazos permanecían congelados, atrapados en el momento que había tratado de proteger su cuerpo del frío ¿Acaso había despertado de un sueño, encontrándose rodeado de la tiniebla fétida, ya muy adentrado en el infierno como para pelear? ¿O tal vez fue la confusión? Sin saber hacia dónde se encontraba la superficie, flotó hasta que se le acabo la existencia, desesperado, con el sabor a mierda en la boca y el frío congelándole la piel hasta dejarlo casi momificado.
Lentamente, todos giramos para mirar a Renato. El permanecía inmóvil, sosteniendo con ambas manos la cuerda por la cual penduleaba el cuerpo fallecido de Pancho Manteca. Su rostro se mostraba duro, inconmovible.
“¿Dónde dejo el cuerpo?” Me preguntó. Le dije que se fuera al carro, pero insistió en terminar su trabajo. Bajamos el cuerpo, lo colocamos a un lado, donde lo lavamos con chorros de agua, para sacar el exceso de excremento. El Renato no se movió de su puesto, apoyando con las labores.
Una vez tapado, lo separé del grupo. “Renato, era tu papá”. “Un borracho”, me corrigió. Su mirada no delataba pena, más bien, sus facciones serias formaban sombras que parecían ahuyentar cualquier forma de misericordia. “Mi más sentido pésame”. “El hombre murió en su ley” me respondió.
Fueron sus últimas palabras. Después de eso, se le acabaron para siempre.
Se generaron varias teorías sobre la muerte del Pancho Manteca. La más aceptada, era que el hombre, borracho, pero siempre digno, se había colado al domicilio para usar la letrina. En conocimiento de sus limitaciones, habría decidido sacar parte de su ropa, tal vez para no mancharla. Debía cuidar su ropa en los días de invierno, pues eran, finalmente, su refugio y abrigo. Un mareo o un mal paso lo llevó a dar de lleno con la cabeza con la pared de la letrina. Suponemos que cayó aturdido, y permaneció en el agua turbia, sumergiéndose de a poco.
En algún momento despertó. Ahí se entregó a la confusión y caos.
El Renato sigue en el cuartel. Está siempre callado, a tal punto que su presencia o ausencia se han vuelto casi iguales. Su interacción es mínima. Come cuando le llama la tripa, duerme cuando se siente cansado. Va a trabajar de vez en cuando. Sale a todo llamado que puede y hace lo que se le pide. Si uno le habla, a veces te mira, a veces no. Ya no camina con el pecho inflado, al usar el uniforme. Parece absorto, retraído a otra dimensión. Con el tiempo, se ha convertido en parte de nuestra cultura interna, como parte del inmueble, una estatua viviente la cual dejamos ser. Lo importante, es que hace caso.
Al Pancho todos lo recordamos. Hablamos frecuentemente de él. Pobre borracho.
Tienes una forma de narrar brillante. Mi enhorabuena.