A veces recuerdo caras, a veces recuerdo nombres. Lo importante es que el recuerdo permanece vivo, sostenido dentro de mi memoria, suspendido por los hilos de la culpa, evitando así su caída al abismo del olvido. Es la experiencia, algunos dicen, aquellos errores que nos permiten crecer y desarrollarnos. Pero las frases suelen entregarse dulces y esperanzadoras; son solo una capa de perfume sobre el cerro de mierda de sensaciones que guardo y acumulo, cuyo aroma pestilente me mantiene despierto y atento. Hay que generar aprendizaje, solo así se perfecciona el oficio. Hay que errar sobre las personas. Ellos y solo ellos son los que pagan las consecuencias. Se les dirá que se hizo lo mejor que se pudo, con las herramientas que había; de cierta manera es cierto. Su desgracia se materializa como un machete, que permite abrir paso entre la selva enérgica del desconocido. Pero es una empuñadura de bordes rectos, de peso considerable, que cortan sobre la palma de la mano con cada golpe que se da sobre el follaje. Así uno nunca lo olvida; el fruto del error sirve a los nuevos, pero el recuerdo del errado permanece vivo.
La esperanza se encuentra en la idea de que es una vivencia común, nadie logra eludirlo. Todos los que abordamos esta profesión guardamos los nombres y caras en nuestros bolsillos, los que maduran como larvas con el tiempo. La mente suele ser automática cuando trabaja, lo que lleva a que aquellas manos entren casi inconscientemente a los bolsillos del recuerdo. Es en ese momento en el que las bestias maduradas, esperando sobre sus telarañas viscosas de culpa, suben por los brazos, mordiendo y entregando su veneno. Se ha visto que algunos domadores de serpientes se vuelven resistentes al veneno de las víboras que crían; se me ocurre que en este sentido ambos nos parecemos. Y así, el experimentado puede deslumbrar al público, usando su mano indemne para los trucos solicitados, mientras guarda la otra, deteriorada y putrefacta dentro del bolsillo, festín para la oscura experiencia.
La primera vez que alguien murió bajo mi cuidado no hice nada, lo dejé morir. Solo me paré al lado de él, observando con miedo como se ahogaba en su propia saliva, luchando por cada suspiro, con los ojos teñidos de pánico sobre su inevitable e invisible destino y las manos sobre los barrotes de la cama, como aferrándose a cada segundo de su tortura. Yo sabía que él moriría ese día, se lo comuniqué incluso a su familiar, quien vino a visitarlo para forzar una última charla superficial. En el momento llegué a la conclusión que debía explicarle mi sospecha, me dejé inmovilizar por el pánico. Cómo se siente, bien (palabras que se alargaban como frases entre los respiros cortados), queremos que se encuentre lo más cómodo posible, gracias. Pero esa fue una conversación que solo rosaba el problema, escondía la verdad que probablemente él también sospechaba y tenía derecho a saber ¿Habría sido distinta su conversación con su familia? ¿Habría pedido ser sedado? ¿Habría llorado y suplicado un último esfuerzo? Aquellas preguntas sirven solo para espantar el sueño. Hundido en mi culpa, intenté conversar con él sobre su vida: Había sido un Don nadie, vivía divorciado pero mantenía contacto con un hijo, nunca había salido de Santiago y el único legado que dejaba atrás era un departamento de una pieza y un baño, al menos ya pagado, escondido en algún edificio situado en aquellos barrios que crecen como cicatrices casi olvidadas en los rostros de las ciudades. Una vida de mierda y una muerte de mierda. Al menos lo último pudo haber sido mejor, pudo haber sido rápido y efectivo. No tuve la valentía.
Pero aquel no es un error en el cual me entrampe actualmente. Mi misericordia se reduce a una eficiencia implacable. Es la repetición la que genera el hábito, lleva a una acción automatizada, sacando del camino mental el sin fin de obstáculos que interpone la sensibilización de falsa moral (el tabú social, que nos mantiene en la experiencia suavizada de la vida).
Mi enemigo después fue la costumbre. La automatización puede finalmente generar un sesgo potente, bajo el cual el cerebro se intoxica con la idea de que ya lo ha visto todo. Embriagado en la comodidad es que uno se vuelve ciego a los detalles; el error de la inexperiencia se revive, pero enfocado desde otra postura. El desenlace es el mismo y quien paga el precio son los infortunados de haber consultado en el momento que lo hicieron. No hay que buscar una razón divina, un karma, un fin último. Es la ineludible ley de la mala cuea, donde yo tomo la función de justicia, visión tapada por el pañuelo de la falsa seguridad, la balanza dejada a un lado y blandiendo el sable por sobre la cabeza, sin poder reconocer hasta el final las consecuencias.
¿Será que digo todo esto solo para justificarme? Es probable. No importa cuántas veces me repita estas palabras, la verdad permanece inmaterializada, escondida, muda, como el leve tinte ácido de una laucha muerta en el entre techo. El autoconocimiento puede ser incómodo, pero para esta ocasión la mera idea de tener que construir con palabras mis acciones me paraliza, me atraviesa la nuca como un hilo frío, despierta mi corazón en pánico y deja mi futuro esparcido como escombros, destruido ante la culpa de ser descubierto y juzgado. Con él no fue un error de principiante ni el descuido de la falsa seguridad. Con él todo fue intencional, no hubo error y en el fondo creo que ni siquiera me arrepiento. Y con orgullo me percibo feroz, sanguinario, amenazante, al mismo tiempo que me doy cuenta de mi error social. La dualidad adoctrinada me confirma un final funesto, determinado por mis acciones; es ahí cuando realmente temo.
La primera vez que le hablé fue en la urgencia del hospital. Era un sector rural, en un hospital simple y pequeño, donde la mayoría de la población se caracterizaba por ser tranquila, como se suelen encontrar en los sectores campesinos. Sentado sobre la camilla del hospital, destacaba como un ícono de la marginalización de las grandes urbes, en desarmonía con el ambiente. Su olor a pucho barato pestilente entremezclado con una higiene dudosa lo rodeaba como una nube, delimitando un área oscura y desagradable al cual uno debía entrar a modo de interactuar con su persona. Permanecía con la atención conectada a su teléfono celular, con su cuerpo desnutrido doblado por el peso de su ropa de marca y cadenas de oro falso.
- Hola Jason, soy el Dr…, dígame: ¿En qué lo puedo ayudar hoy?
- Me voy a matar…
Directo, sin sacar su mirada de su pantalla y con la cara ausente de cualquier emoción. Su frialdad me dejó perplejo, desordenó mi orden mental y admito que me entrampe un poco al tratar de abordarlo.
- Disculpe… entonces… ¿Hace cuánto que tiene esa intención?
- Ahora po, cuando ma va ser - Levantó la mirada para mostrar sus ojos decididos, los que sobresalían exageradamente de una cara tan enflaquecida, que parecía un cráneo - Acaso no me creí. Ya lo hecho ante y no le tengo niun respeto. O me hacen algo o me corto el cuello aquí mismo.
Su voz era áspera como vidrio molido, la que salía escupida por entre sus encías negras de hollín.
- Jason, entiendo que debe estar pasando por un mal momento. Nadie pone en duda sus palabras y créame que todos queremos ayudarlo.
- Ayúdeme entonce, que me tienen no se cuanto rato aquí sentao
Para esa oportunidad se había levantado y se había acercado a mí. Su cuerpo se veía débil, de una estatura pequeña, pero así y todo transmitía un mensaje amenazante. Sentí como la adrenalina empezaba a inyectarse en mis músculos, los que se tensaban preparados ante la necesidad de correr o pelear.
- Tome asiento en la camilla y ahora mismo le indicamos algún medicamento para que se pueda sentir más tranquilo - Hacía esfuerzos para que no se notara el temblor de mi voz.
- ¡¿y que wea me va a meter?! ya está pensando en dejarme tirao inconsciente a uno que viene a pedir ayuda
- No es necesario si no quiere.
Me miró y pareció esbozar una pequeña sonrisa, antes de que su expresión se pusiera seria.
- Yapo, entonce que me va a dar - Dijo mientras se sentaba en la camilla
- Voy a indicar un poco de benzodiacepina, para que pueda estar más tranquilo
- Chisst, si eso no me hace naa oye - Dijo, volviendo a su estado de indiferencia - a mi ante me tenían con 5 pastillas, lo que uste me deje no me va a hacer naa.
Aprovechando la tranquilidad, intenté abordar el problema principal:
- Jason, me había comentado en un principio que tenía ganas de atentar contra su vida. ¿Tiene algún plan para efectuarlo?
Nuevamente me dirigió una mirada agresiva e hizo un gesto de querer levantarse en la camilla.
- Oiga yo toas estas veces, toas estas - mientras mostraba los los dedos de sus manos - me he tratao de matar. Mireme el cuello, ahi mismo me meti un cuchillo y me raje entero - apuntaba ahora a una gran cicatriz tortuosa que cubría su cuello desde el borde de la mandíbula hasta la base de los hombros - y a uno lo ponen en duda, como si viniera a puro molestar.
- Nuevamente, no fue mi intención ponerlo en duda, solo quería entender lo que le pasa, para ver cómo ayudarlo - Ya intentaba forzosamente de responder tranquilo.
- ¿Qué va a saber uste? Todos la tienen fácil. Yo vengo de la calle, estuve desde los 18 encerrao, ahi me pegaron, casi me mataron. Los pacos me pitiaron una vez de un puro fierrazo en la caeza y me dejaron en coma ¿Que vay a cachar tú de lo que me pasa?
Ya me sentía sobrepasado, por lo que opté solo por observarlo fijamente, manteniendo mi terreno firme y no decir nada. Jason respondió con una mirada dura y amenazante, la que mantuvo por 15 segundos, luego desinteresado solo respondió
- Métame algún calmante noma
Tal como él había predicho, las benzodiacepinas le hicieron poco efecto. Ordené pasarle una ampolla completa, sin preocupación de pasarlo lento, y según mi instrucción se la pasaron de una. Había dejado a hombres de más de 90 kilos botados con esa misma dosis, pero él la disfrutó como quien da el primer trago en una cerveza helada. Esto suele verse en sujetos que tienen historia de uso reiterado de drogas, pero para alguien de su nivel de desnutrición no me lo esperaba. El cuerpo se vuelve resistente a algunos de los medicamentos que usamos, al fin y al cabo, los compuestos suelen ser los mismos. Diazepam, morfina, heroína, cocaína, noradrenalina, tuzi, ketamina, metanfetamina… Lo único que cambia es la aceptación social del “farmacéutico” que elabora el compuesto.
Ahora, su metabolismo de yonqui de pobla me dejaba con una problemática. Yo efectivamente quería dejarlo inconsciente, para luego poder contenerlo a una camilla y enviarlo lo más rápido a un centro con atención psiquiátrica, pues solo con la poca interacción que habíamos tenido, además de la información que entregan los prejuicios de la experiencia, todas mis alarmas me decían que aquel hombre era un peligro inminente para sí mismo o terceros. Tenerlo sentado en mi urgencia, con su mirada desafiante, me atemorizaba. Era una bomba de tiempo ante cualquier gesto comunicativo que él podría interpretar como una amenaza. Y ese desenlace uuufffff… ese era un desenlace que no iba a volver a revivir. La mano en mi bolsillo sintió la inyección del veneno de la experiencia. Otra dosis pensé. Pero mis miedos no se concretaron. En el minuto que mi atención lo abandonó, desapareció. Se arrancó la vía venosa del brazo y se marchó, según me relataron, murmurando que ya estaba listo. Nadie corrió a retenerlo.
Habría esperado que su presencia ese día fuera pasajera, como un mal rato que se vuelve una anécdota, pero decidió persistir, molesto, inestable y sorpresivo. A las pocas semanas ya era un personaje conocido, temido en este pequeño pueblo, pero respetado por las juventudes. Sospechábamos que estaba bajo la mira de la policía local, pero el único pretexto que existía para cuestionarlo era su ilegalidad comparativa de comportamiento, a manera que, en contraste con el resto, parecían tener siempre una finalidad delictiva, aunque sin nunca cometer ningún crimen evidenciado per se. Lamentablemente el encarcelamiento preventivo no existe.
Por otro lado, la segregación que intentaron realizar los habitantes del pueblo (mecanismo clásico a llevar a cabo por la microsociedad, ante el descontento con un particular) no tuvo ningún efecto en él, incluso pareció disfrutarla.
Se volvió un zombie de la sala de espera, siempre con un sobrecupo asegurado, pues todos temían enfrentarlo. Ahí llegaba seguro, cabizbajo, pestilente, con los gestos dispuestos a una manipulación violenta.
- Se me acabaron las pastillas
- Jason, dado su antecedente con las sustancias, no puedo seguir aumentando más sus benzodiacepinas.
- Oe si a mi antes me tenían con 4 veces lo que tomo aquí. Yo solo quiero estar bien, estar tranquilo, pero uste naa, anda cagao ¿Acaso no le importa que me mejore?
- Ese medicamento no es un tratamiento, además sospecho que pueda estar usándolo en abuso
- ¡¿Como no va a ser tratamiento?! ¡Uste no sabe lo que sufro en las noches! No duermo, veo como las sombras me atacan, veo los pacos que me vienen a buscar… ¡Uste no cacha naa de lo que vive uno y me viene a decir que no es tratamiento!
- ¿Qué ha pasado con los otros medicamentos que le indicamos? - Debía controlar mi voz para no mostrar indicios del enojo que me producían las conversaciones.
- ¡Esas weas! - Se paró en descontento y se apoyó hacia adelante en la mesa, proyectando su saliva gris en todas las direcciones - Esas weas están solo para caerme mal, me secan la boca, me dejan botao ¡No! ¡No voy a tomar esas weas! ¡El clona es mi tratamiento, ese me hace bien, es el único que puedo tomar! No cacha naa como médico, quiero ver uno de verdad.
- Ya hemos conversado Jason, que el médico aquí soy yo, usted no puede decidir qué medicamentos tomar ni qué especialista ver.
- ¡Siempre con lo mismo, igual que el resto, nunca se preocupan por uno, le quieren dar cosas que solo le hacen mal! - Para ese entonces caminaba en círculos por el box de atención, con los ojos en llamas vivas.
Había discutido su caso con especialistas en psiquiatría, pero todos se negaban a recibir su caso. “Es un antisocial, no tiene cura, solo si logras que se adhiera al tratamiento farmacológico y logras un plan de trabajo concreto lo podríamos considerar”. Y ahí lo tenían a uno solo, dando cara con un desquiciado violento. “Recuerda ser suave pero firme, una mano de hierro en guante de seda” Claro que es fácil decir eso desde el otro lado del teléfono.
- Jason, quiero que recordemos los acuerdos que habíamos llegado en la atención anterior. Primero, que mantendremos una dosis de un comprimido de clonazepam al día; segundo, que la atención se llevaría a cabo sin violencia.
- ¡Yo nunca acepté! ¡No me mienta, que yo no le creo lo que dice!
Volviendo de una vuelta a paso rápido por la sala volvió a apoyarse sobre el escritorio, pero esta vez más cerca. Yo mantenía mi espacio, con el corazón bombardeando mi pecho.
- ¿Me vay a darme las pastilla o no? - Dijo con una voz seca, monótona, mostrando toda su dentadura podrida - Llevo too’ estos días trayendolo ilegal, uno se las tiene que ingeniar y pagar por su salud. Los médicos cagaos ni preocupados por los que no tenemos lucas, gastando de nuestro bolsillo.
- Su receta fue despachada hace solo una semana y era para 30 días, es imposible que se haya quedado sin tratamiento.
- La lluvia las mojo, le caía la gota del techo, se me descompusieron.
- ¿Todo su tratamiento dentro de los envases?
- ¿Acaso no me creí? ¿Por qué uno andaba preso? ¿Me veí cara de mentiroso? ¡No soy na’ mentiroso yo! ¿Me escuchaste?
Solo podía recordar “mano de hierro con guante de seda”
- Lo siento mucho, pero cada paciente debe hacerse responsable de sus medicamentos. Además, dado sus antecedentes, existe la posibilidad que sean usados como sustancias de abuso. No puedo.
- ¿No me va a dar na’? - Sus ojos me miraban penetrantes.
Yo solo intentaba mantener el contacto visual, con mi visión periférica atenta a sus manos, dado el miedo a que fuera a sacar un arma.
La tensión fue eterna, con cada segundo demarcado por los latidos que sentía que retumbaban por la pieza. De un manotazo lanzó una silla hacia el lado, mientras yo saltaba hacia atrás.
- Jason, debo pedirte que te retires de la consulta.
- Ya vay a ver.
Salió de un portazo. Luego, sus gritos fueron un sonido permanente que resonaron por todo el hospital “¡¿Como a uno por pobre le niega la medicación?! ¡Aquí sólo importan los pacientes con lucas, siempre hacen lo mismo, el gobierno nos tiene botao y no le importa si uno se muere de su sufrimiento!”. Fueron parte de las frases que pude reordenar.
Yo en tanto no pude seguir atendiendo. Estaba inyectado, enojado pero con el miedo al filo de un delgado hijo, con la sensación de que perdería el control en cualquier momento. Temía salir a buscar a otro paciente y encontrarlo en la sala de espera o tener que encararlo. Desapareció por los pasillos como un eco, pero volvió vociferando de manera maniática.
Finalmente entró la secretaría de reclamos a mi box, claramente bañada en sudor por el miedo y la saliva de Jason.
- Doctor - dijo con su voz apagada y sumisa - Por favor hágale la receta un mes que sea.
- No voy a prescribir medicamentos, es un drogadicto - Mi voz ya no era tranquila. A ella le tocaría comerse la rabia que había acumulado.
- Es que doctor… no podemos sacarlo, está descontrolado… Nos dice que usted se negó a darle su tratamiento y por eso está así.
- ¡Es un drogadicto manipulador! ¡Ha sido violento con más de una persona de este hospital! Llame a carabineros si no quiere irse.
- Sabe qué más - Su voz era de un tono agudo y desagradable - Va a tener que salir usted entonces a hablar con él, porque yo no estoy para que me vengan a gritar los pacientes por sus peleas. Yo no me voy a hacer cargo de ésto, no puede ser mi responsabilidad.
Perplejo en la pataleta que me estaba enrollando, pesqué una receta de mala gana y pre-escribí clonazepam por 1 mes con la peor letra que podía formar. No podía ni ver la cara de la secretaría, porque en ese momento sentía que me hervía tanto la sangre de rabia que con solo ver una de sus arrugas explotaría. Pronto hubo paz. Los gritos se calmaron. Por la ventana del box pude ver como Jason salía del hospital con una mueca de media sonrisa para juntarse con dos pendejas e irse abrazado de ellas hacia su Suzuki Fiat enchulado.
Desde ese día me negué a verlo en el policlínico, pero su presencia era ineludible. La ansiedad anticipatoria ante la idea de encontrarlo en algún turno de urgencia me carcomía. Mis noches empezaron a conformarse por fantasías eternas, aliñadas con discusiones, conflictos y escenarios cargados de violencia. En algunas lograba vencerlo, forcejeamos o escapaba por cosa de segundos, siendo entregado a carabineros para desaparecer a alguna cárcel lejana; en otras, en cambio, lograba dominarme, o volvía con intención de venganza. Empecé a desarrollar el miedo (a mi parecer completamente justificado) de que nuestro próximo conflicto llevaría a algún daño físico a mi persona, e incluso la muerte.
Se que algunos podrían considerar exagerada mi postura, pero claramente no conocen ese pánico venenoso, que crece y se introduce con sus raíces ásperas hasta el fondo del cerebro, alimentado con los vapores calientes de la rabia. No conocen la sensación paralizante que me producía escuchar una voz parecida a la suya cuando doblaba en las esquinas del recinto; un efecto parecido me ocurría con el aroma tóxico del pucho barato. Si cada día era una pesadilla, él era como Freddy Krueger, rondando por las calles, acompañado siempre de sus dos chulas, fieles y falderas.
Pronto no fue necesario su presencia. La sombra de su actitud criminal resonaba por las calles de tierra del tranquilo pueblo. Así, los curados clásicos de la plaza, que se cortaban la vida a chelas de luca, empezaron a convertirse en angustiados de matorral, chupándose a una velocidad exponencial dado el hipermetabolismo que les proporcionaba ahora la pasta base. El cambio fue radical. Los patrones antiguos ya habían podido generar cierto consenso con sus antiguos adictos. Un par de cajas de vino para mantenerlos tranquilos, y esos viejos de carroña, adiestrados en un sin fin de labores de campo, se emprendían enérgicos en sus tareas, sin nunca exigir contrato, seguridad ni horarios establecidos. Pero esta nueva plebe no era tan fácil de controlar, por un lado porque la putrefacción cerebral ocurría más rápido, pero por otro lado porque ahora sus maquinarias no quemaban copete para funcionar. Y así, inevitablemente, empezaron a recurrir a paso lento pero seguro a la delincuencia, practicando con el hurto y evolucionando eventualmente al rateo armado ¿Y la manufactura y envío? La juventud no pudo aguantar su carisma de canero, la moda marginal que tanto impulsan las disqueras multinacionales, para que esas construcciones de artistas puedan generar una sensación de pertenencia en las clases más populares. Pendejos y pendejas que todavía ni salían del colegio empezaron a verse enrollados en problemas por porte de sustancia e incluso armas. Acuchillados en la sala de clase, cabras botadas en paraderos. Las que más sufrieron fueron las madres (entre los padres reinaba esa indiferencia borracha), que ni entre las promesas de salvación evangélica podían encontrar las herramientas para enfrentar la corrupción de sus hijos. Un pueblo viejo, tranquilo y pobre se adentraba a la transformación lenta de su cultura interna.
¿Y cómo sabía que era él? No era necesario ser médico para hacer el diagnóstico de dicho cáncer. Todos lo sabíamos, era un nombre que se susurraba entre los intercambios de viejas sapas. Todos lo sabíamos, pues era el único externo delictivo, con antecedente de estar preso por quien sabe que chucha. Era el único que podía conocer el negocio, con el carácter antisocial determinado, sin miedo alguno por las consecuencias personales que podían producir en su reputación o su persona. Puedo dar por sentado que en algún cajón de la comisaría había una carpeta destinada exclusivamente a él, con algún tipo de inteligencia inconclusa que trataba de vincularlo al mal que había brotado entre las calles.
Cada cabro rajado, viejo drogado, niña violentada… cada vez que me tocaba ver uno yo lo culpaba internamente a él, y lo puteaba para adentro, lo que me amargaba aún más la existencia.
El final fue un caldo que se fue cociendo lentamente, acumulando el calor y presión a un punto en el que no fui capaz de aguantar más. Y en una noche de desgaste, con el cansancio colgado de los ojos y los músculos fatigados, manteniendo un paso tortuoso al bombeo de papas fritas y café instantáneo, rompí el sello de la olla de presión, liberando en una ola todo el odio acumulado.
Eran las 3 de la mañana cuando sonó el teléfono de mi residencia.
- “Doc, una niña de 13 años, viene a constatar lesiones con carabineros”
Me destape y perdí un par de minutos viendo basura en mi teléfono, a modo de recargarme con dopamina. Suelo dormir vestido cuando estoy de turno, por lo que solo me puse los zapatos y salí.
Los encontré en el pasillo. Un carabinero me interceptó a medio camino y me dijo:
- Hola Doc. Soy el cabo 2do. Mire… el caso es por una sospecha de violencia sexual a menor. En estos casos, si es que no sabe, es mejor limitar las preguntas… como para…
- No revictimizar a la víctima, lo tengo claro - Le respondí
- No encontramos familiares que la acompañan, así que estaremos nosotros cerquita.
La adolescente venía sola. Caminaba callada, cabizbaja, con su pelo ruliento tapando sus ojos hinchados. Parecía que apenas respiraba de lo asustada que estaba… Pobre niña. Los carabineros nos dieron distancia, por lo que procedí a explicar el procedimiento.
No debían haber preguntas dirigidas, y ella no tenía que contar nada que no quisiera. Su derecho era el de libremente explicar las lesiones que quisiera declarar. No importaba el contexto o los sucesos que llevaron al evento, al menos esa era la teoría. Evitar revictimizar, es decir, evitar el revivir los recuerdos del trauma.
Permanecía temblando, como si su carne siguiera bajo las influencias de la fuerza del maltrato físico reciente, encerrada sobre sí misma, con sus brazos como resguardando su pecho y abdomen. Solo imaginar el confuso infierno de mierda que debía estar viviendo… y pensar que sería una herida que permanecería abierta, enfermando su experiencia y limitando su propia proyección de vida.
- Recuerda que no estás obligada a decir nada que no quieras y lo que nos importa es saber que partes de tu cuerpo fueron dañadas - intenté explicar con una voz suave.
Permanecimos un minuto en silencio. Inspire, a modo de prepararme para hablar, pero vociferó casi automáticamente:
- Me pasó a buscar… ya estaba grande yo, me dijo… me ofreció un pito, siempre fumamos… Ya lo había hecho antes así que no tenía miedo… Pero cuando se acercó mucho me asusté… me asusté y lo empujé, fue muy fuerte… me gritó, que era una puta… y después…- Levantó su mirada solo un segundo mientras su llanto extinguía lo que quedaba de volumen en su mirada..
Fue un instante breve, pero fue suficiente. Porque con tan solo una mirada rápida la pude reconocer, a pesar de contar con ambos ojos hinchados en lagunas moradas y la sangre seca dejando rastro por su ceja abierta y el borde de su cara. A pesar de los puñetazos que se habían esforzado en moler su macizo facial, yo pude reconocerla.
- ¿Fue ÉL quien hizo esto? - le dije de manera callada
Su respuesta fue solo una afirmativa con la cabeza.
Estaba claro, ella era una de las que lo acompañaban a ÉL. Ella, menor de edad, en un estado tan manipulable, había decidido seguirlo a ÉL, acompañarlo a todas partes como un trofeo ¡Era una cabra chica! Probablemente ahora ÉL se había sentido con ganas de tomar “lo que le correspondía”.
No se si fue mi irritabilidad por falta de sueño, la excitación ante la idea que tenía algo contra Jason, la desesperación proyectada por la cabra chica, pero en ese momento me sentí exteriorizado. De cierta manera, era como si miraba mi actuar desde afuera, yo como un mero espectador, mientras mi cuerpo tomaba una manera automática y eficiente.
Recuerdo cuando un carabinero se me acercó, me tomó del brazo y me dijo de manera educada pero fuerte:
- Doc, creo que ya es suficiente.
Ahí entre en conciencia de mi. Había escrito un gran párrafo en el registro de atención a detalle. Frente mío, la paciente lloraba descontrolada.
- Con eso nomás nos basta, por favor doctor, no creo que sea necesario más - me insistió el funcionario con una mirada preocupada.
Me había pasado. La humillación se vio entremezclada con la rabia, el cansancio, lo que llevó a que sintiera como la energía se drenaba de mis piernas. Me dejé caer como derretido en el asiento y escribí mis conclusiones, muy avergonzado como para mirar a la paciente o a los carabineros.
- Yo le entrego los papeles Doc, mejor vaya a dormir - Me dijo una tens con aire maternal.
Me fui de mala gana. Odie su simpatía, odie la cordialidad con la que me “respetaban”. La había cagado. De igual manera me quedé dormido.
Sentí que había dormido una eternidad cuando sonó por segunda vez el teléfono. Al chequear la hora, me di cuenta que habían pasado apenas 2 horas.
- !Doc, venga rápido¡ !Vienen los carabineros con un paciente descontrolado!
Los gritos se escuchaban a distancia. Me acerqué con un pase acelerado, con la tensión muscular preparada y adrenalina acumulada. Se me acercó uno de los carabineros que había visto hace solo un rato.
- Doc, teníamos que realizar la detención del sujeto sospechoso por violencia sexual hacia menor. Estaba muy agitado cuando lo detuvimos. Tuvimos que traerlo entre 4. Hay alta probabilidad de que haya consumido droga. Al principio veníamos por el procedimiento de constatación de lesiones, pero ahora creemos que puede estar intoxicado.
Los gritos de pánico se veían ahogados por los rugidos rítmicos y metálicos que resonaban entre las paredes del reanimador. Desde un lado de mi ojo podía ver como personal del hospital corría en conjunto con carabineros, intentando domar a la bestia demoníaca. Noté que el carabinero frente a mí se presentaba con su traje rasgado y con un golpe fresco en el lado derecho de su frente.
- ¿Quién es?
- Jason…
Me encontraba dentro del reanimador antes de haber podido escuchar el resto de la respuesta.
Me paré al frente del campo de batalla y miré con los ojos en sangre al hijo de puta, que gritaba a todo pulmón desde la camilla, venas del cuello a punto de reventar y mirada pérdida en el espacio. El olor de mierda de pucho pestilente me llegó después. Luego Jasón me miró y desde ese momento no me quitó la mirada. Sentí nuestra interacción como una pelea personal y su desafío me dolía en rabia, me quemaba las costillas y me llenaba de una energía violenta. Solo el saber que me encontraba trabajando me detuvo de no pararme al lado y partirle la cara a combos. Antes de iniciar mi acción clínica, ya lo había culpado de todo, del miedo, la rabia, el crimen, mi insomnio, mi desgaste de ese día y sobre todo por la niña que había violado. Ese último me tocó como un veneno, y personalmente lo culpe de lo ocurrido hace un par de horas. Esa lacra de mierda se las vería.
Agarré uno de sus brazos con fuerza y apoyé todo mi peso, sin preocuparme de la posición, casi intentando hacer daño. Cedió la fuerza ante mi peso y ordené a gritos a la enfermera que pusiera una vía venosa. Ella era nueva, llevaba poco. Su mano temblaba mientras introducía la aguda dentro de la vena.
- ¡Carga una ampolla de diazepam y pásala en bolo! ¡Ahora!
Saltó con la última orden.
En ese momento un carabinero logró anclar las dos esposas al borde de la cama, por lo que pudimos concentrar el esfuerzo en los tallarines de pierna que pateaban como burro. Tomo 2 personas por lado para inmovilizar su mitad inferior.
Nunca me quitó la mirada, y con un gusto placentero lo miré desafiante ahí reducido en la camilla. La tensión formaba un puente de odio entre nosotros dos.
- Traigan todas las ampollas de diazepam, a este nos va a costar plancharlo - Dije en voz alta, para que pudiera escuchar mis intenciones.
La enfermera trajo el medicamento preparado, y vivimos nuestra segunda ronda. Ahora impresionaba que peleaba con más fuerza, con las muñecas sangrando mientras forzaba su carne en contra de su contención de metal y estiraba su cuello para poder morder a quien quiera que se le acercara.
- Hazle una mordaza con una sábana y agarra la cabeza - Le ordene a un tens frente a mí.
Siguiendo su entrenamiento de campesino, enrolló una sábana y con ella le agarró la boca abierta, como quien trata de controlar un animal rabioso. Luego, agarrando ambos cabos se dejó caer y la cabeza de Jason se vio inmovilizada en la camilla, mientras mordía con fuerza la tela.
- Doc, no creo que sea correcto, se puede ahogar - Me dijo la enfermera
- Pase el medicamento rápido, para poder contenerlo bien - Le respondí, sin quitar la mirada de mi contrincante.
El medicamento pasó a su organismo, pero contrario a lo esperado, sólo pareció irritarlo más. Ordene llenar otra jeringa.
Ese momento fue nuestra tercera ronda. Ahora yo me había puesto a su lado, armado con mi jeringa, dispuesto a dar los golpes finales. Pero Jason no iba a ser un contrincante fácil. Pase una ampolla tras otra, sin registrar el tiempo, sin esperar la acción, sin calcular la dosis, solo dando golpe tras golpe hasta tener un efecto. Con rabia apretaba el émbolo, dejando el narcótico ahogara su cerebro, pero con rabia me respondía cada vez con su intento de grito y contrayendo cada músculo de su cuerpo, causando la conmoción de la camilla y todas las personas que intentaban mantenerlo quieto.
¡¡¡AAAAAAARRRRRGGGHHHH!!! - Gritaba entre la tela y la saliva, desorbitado por la locura.
- ¡¡¡Otra ampolla!!! - Respondía yo, dejando mi mano hacia atrás, esperando que apoyaran la jeringa sobre mi palma, sin nunca quitar los ojos de ese marginal deshumanizado.
En algún número que no logro recordar, cedió la fuerza. Por un momento todos nos echamos para atrás para recuperar nuestro aliento. Se había quedado quieto.
Ordené que le pusieran contenciones adicionales en la cabeza, brazos y piernas y el equipo se dispuso a llevar a cabo la tarea.
- Doc ¿deberíamos monitorizarlo? - un tono de preocupación remarcó las últimas palabras
Un pequeño miedo helado me cruzó. Miré a Jason y, claro, no parecía que estuviera respirando. Fue una mezcla de emociones; miedo, grandeza, seguridad triunfante, vergüenza social. Intentando no delatar mi estado de inestabilidad emocional ordené monitorización, mientras me acercaba lentamente. Las miradas recaían duras desde los espectadores.
- ¡Doctor, no satura, no le marca el pulso! - ya era más desesperación
- Inicien reanimación - Ordené desmotivado.
Prácticamente no ordené al equipo, solo me limité a mirar y esperar el resultado. Una parte de mi estaba clara, pero la expresión de las intenciones se ve ineludiblemente manipuladas por las circunstancias, y en este caso las circunstancias me eran desfavorables. Estaba la opinión de todos, el equipo, los carabineros. Estaba obligado a actuar de cierta manera, aunque toda fibra de mi cuerpo me asegurara qué era lo correcto, qué era lo que tenía que hacer. Entre un par de miradas cautelosas no encontré ese acuerdo mutuo silencioso, solo miradas asustadas.
Y aquí es cuando me vuelve la rabia. Porque yo sé que en ese momento todos lo querían, solo que eran demasiado cobardes como para tomar la decisión final. Se necesitaba de un externo, un mártir, un sacrificio, alguien que no tuviera miedo. Es mejor seguir con la hipocresía de mierda, la idealización de héroe ¡¿De qué sirve extender la mano si la propia voluntad hubiera preferido empujar al abismo?! El que le gusta pecar desde el subordinado es igual de pecador, no hay nada mas aweonao que aceptar la excusa de que se estaban siguiendo órdenes ¡Todos somos responsables de nuestro pensamiento crítico!
- ¡¿Doctor, intubamos al paciente?!
- ¡¿Doctor pasamos este medicamento?!
- ¡¿Doctor…?!
Por mi hubiera mandado a todos a la chucha, que lo dejaran podrirse en esa camilla. ¿De qué serviría salvarlo? Su presencia había aterrorizado a la gente del pueblo, hundido a tantos en droga y re-construido la violencia diaria de la comunidad. Dejarlo morir ahí en ese momento era un tratamiento social, el beneficio estaba claro. Pero no, teníamos que salvarlo, porque así lo dice nuestro trabajo, el cine, las series, la idealización, la hipocresía de mierda.
El hijo de puta no murió, aunque debo decir que no gracias a mucho de mi esfuerzo. Al final lo tuve que intubar, pero fue un procedimiento sin cariño y lejos de lo protocolar. Aun así, viendo su cuerpo al fin tranquilo, indefenso, no pude evitar sentir el orgullo vencedor, esa dominancia adrenalínica que siente el cazador con el trofeo animal. Pero los aires de héroe me duraron poco. Se lo llevaron y desde ahí nadie quiso darme ni una limosna de mirada.
Luego fueron los murmullos de pasillos los que más me atormentaron. Mi nombre se convirtió en la sombra de un verdugo, que recorría entre copucha y copucha, descalificando mi hazaña con descripciones como “desproporcionado” o “negligente” ¡¿Con que cara me iban a juzgar, si ni siquiera estuvieron ahí, no estuvieron para comerse las amenazas del mono desenfrenado, vivir en la angustia y ansiedad?! Yo no estaba para insolencias. Ni con culpa informé a la familia sobre el evento que había ocurrido a su “querido miembro”
- Ok.. ¿y que se hace? ¿Hay que ir a buscarlo? Sabe que nosotros lo tuvimos que echar de la casa… no puede vivir aquí
Ni su familia lo quería. Quién va a saber cuánta violencia y miedo tuvieron que aguantar. Al final se quedaron tranquilos con que quedara institucionalizado en algún hospital abandonado, casi en estado vegetal. Terminó como un ente en estado de idiotez constante, con la mitad del cerebro derretido, solo capaz de comer, cagar y murmurar al aire alguna puteada que quedaba en la memoria de sus tiempos de flaite criminal.
Nunca hubo un juicio ni investigación ¿Quién me iba a investigar? La familia no estaba ni ahí. Claro que hubo algunas charlas de proporcionar la acción médica y esa mierda, pero me dediqué a solo entregar mi mejor poker face y seguir. No me importa que me juzguen mis colegas, no me importa lo que crea la gente… ¿O si?
Tal vez solo lo digo para justificarme…
Pero esta labor es así. Uno aprende tanto de la culpa como de las victorias. Guarda todo eso en sus bolsillos y con eso mismo forma luego su propia construcción moral. Error o intencional… la verdad es que ya no importa. Fue el desenlace de mi aprendizaje interiorizado, mi eficiencia implacable y todo el alud desagradable que había acumulado hasta ese entonces. Y reconociendo mi actuar, no puedo evitar sentirme feroz, sanguinario, amenazante… Jason se convierte solo en un obstáculo superado.
Los límites eventualmente se vuelven difusos…