El otro día, sobre una escala
Vi a un hombre, que ahí no estaba
Volvió a no estar también hoy día
Ay, que por fin se vaya, yo desearía
The other day, upon a stair
I saw a man that wasn’t there
He wasn’t there again today
O how I wish he’d go away
(Pequeño poema escrito por mi abuelo, cuando era pequeño)
A mi abuelo le gustaba contar cuentos. Desde pequeño yo escuchaba sus narraciones, los que con una ilógica dulce maravillaban mi alma infantil. Un hombre fiel a la creencia de que su historia de vida debía ser contada, convenciendo a sus espectadores de la maravilla que fue su paso por este mundo. Para cada ocasión, para cada desconocido que llegaba a cruzarse en su camino, tenía una historia. Lo recuerdo incluso en restaurantes, reteniendo a un mesero por la manga, mientras le exponía de manera enérgica como alguna vez había sido confundido por un espía Ingles en Irán. La historia no tenía ninguna relación con el hecho de que su comida había llegado fría o que se habían equivocado con el acompañamiento, pero por algún motivo mi abuelo lo consideraba más pertinente.
Las comidas fueron siempre sagradas y por lo mismo, peligrosas. Ya más entrado en edad, hizo uso de la cautela y diciplina, guardando el hambre para los placeres de la cena. El almuerzo y desayuno eran sencillos. Un par de frutas, nueces, ají y un poco de pan. Luego una siesta al sol, con un sobrero para evitar despellejar su cabeza calva. Nos decía que el cuerpo necesitaba 15 minutos de sol al día, pero el goce por el calor latinoamericano lo dejo varias veces con las manchas coloradas de la insolación.
Estaba prohibido referirse a su nacionalidad como inglesa. Más de una vez, rodeado por las cascaras de naranja de su comida, nos había contado como su padre selló su futuro. Salió un día con una carretilla prestada, compró carbón en el puerto, y fue a venderlo de casa en casa, realizando así el acto más importante de su vida. Luego serían 2 carretillas, una carreta, un camión, y bajo la perseverancia capitalista que solo puede existir en el pasado, llegar a convertirse en una de las distribuidoras de carbón más importante de Gales. Con eso se justificaba: Sus raíces no venían del país más importante de la isla, sino de ese apéndice a veces olvidado. Tal vez buscaba recrear así su propia historia de superación.
Siempre disfrutó con ser el centro de atención, cumpliendo de manera carismática el rol de bufón. Porque cuando uno es pequeño su abuelo es su abuelo ¿Cómo iba a saber yo, que el hombre en cuyas piernas saltaba y de quien tiraba los últimos vestigios de una cabellera, era realmente una persona de importancia? Y teniendo reconocimientos por el imperio británico, bajo el mandado de la monarca madre, yo más lo recuerdo por el abuelo que me contaba historias.
Tuvo que haber sido un hombre duro, si fue capaz de enfrentar una guerra en su propio país. Tal vez la dulzura le brotó a medida que maduraba su sabiduría. Pero las cicatrices no sangraban en forma de traumas, eran llevadas como medallas, como recuerdos de aprendizaje, los cuales establecían en su persona ideales fuertes e inamovibles. La guerra fue parte de su infancia, la muerte fue una realidad presente. Aun así, siempre exponía la oscuridad de su pasado maquillada. Nunca nos habló de desgracias, pero con alegría contaba sobre la vez que, volviendo de un refugio antibombas, encontró una lápida encima de su cama, que había volado kilómetros desde el cementerio, impulsada por un explosivo alemán. Su reflexión era que, de haber quedado en cama, hubiera sido aplastado por la piedra, y dicha realización era una motivación para nunca ser atrapado por el calor y la comodidad de las sábanas. Era raro encontrarlo acostado. Cuando pasábamos los veranos en su casa, era el primero en levantarse. Yo no lo conocía en piyamas, siempre de camisa y pantalón de tela. Su refugio era su computador, un mac del año 80, en la que pasaba horas leyendo correos y preparando conferencias. Solo descansaba cuando paseaba con nosotros. Al final, creo que el trabajo se le coló tanto en la vida, que ahora se le agotó por fin el alma. No sale de su cama, espera paciente en posición horizontal, perfeccionando el estado para cuando pueda descansar de verdad, Todos sabemos que ese momento está pronto a llegar.
Cuando era pequeño, vio que su médico tenía una calavera que sujetaba un cigarro entre sus dientes. Al preguntarle de donde podría el comprar uno igual, le había respondido “Hijo, para tener uno de estos, debes ser médico”. De ahí partió la motivación que determinó su futuro. Y logro tener su propia calavera, aunque nunca pude verla, porque de chico yo no era médico. A veces son las razones más banales las que nos encausan. Uno de a poco se acomoda en una línea, aguanta, aprende a quererla. Yo hoy en día sigo su mismo camino. No puedo decir que fue una decisión premeditada ni predecible. Solo dije un día “seré médico” y mi círculo lo felicitó. Lo realmente determinante fue aguantar y confiar.
El mayor truco que logro mi abuelo fue hacernos creer que su vida se había condicionado por una serie de eventos divinos, que le facilitaron su paso. Por lo mismo, para mí fue siempre una persona normal, sin mayor capacidad que el resto, un poco bobo a veces y cariñoso. Pero en su humildad se escondía tal vez una de sus falencias; el miedo escondido, la inseguridad venenosa de la auto exigencia.
Hace un año, cuando visitaba a mi abuelo, ya deteriorado por la demencia, fui interceptado por mi tío, quien me presentó una interrogativa inusual. Quería saber si padecía de dislexia, con el argumento que dicha cualidad era una condición prevalente en la familia, sobre todo en los que nos interesábamos en las ciencias. Me afirmaba que la dislexia hereditaria actuaba como un hilo congénito, una línea que nos unía a algunos, acarreando una esencia de personalidad particular. Una esencia excéntrica, bajo afirmación científica, retraída y aventurera, cuya manifestación física era la dislexia. Mi madre siempre me forzó a leer de pequeño, por algún motivo.
Mi abuelo compensó su dislexia con una rigidez y veneración absoluta por la gramática. Tenía esa característica obsesiva, con la cual podía llegar a olvidar responsabilidades, una vez inmerso en las actividades que estimulaban su interés. Hacía referencia que, producto de este mismo descuido, nunca aprobó de verdad sus clases de anatomía. Y es que un médico no puede terminar la carrera si no pasa anatomía, ya que es, incluso hasta hoy en día, un requisito para poder avanzar. Pero los pabellones de anatomía y el entrenamiento de remo compartían el mismo horario. Mi abuelo priorizó el entrenamiento, al punto de olvidar por completo asistir a sus clases. Era difícil de creer que en su juventud haya sido un deportista tan devoto, pues su imagen adulta representaba una vida de descanso. Yo defiendo la teoría de que las responsabilidades laborales lo empernaron a su asiento, consumiendo al ejercicio.
La noticia del examen final de anatomía le llegó como una cachetada. Solo ahí se dio cuenta que no contaba ni con conocimientos ni asistencia. Sus profesores nunca sospecharon de sus ausentismos, en parte porque en sus otros ramos debía ser un estudiante responsable, por lo que asumieron que probablemente había ocurrido un error en el registro de asistencia. Aun debía rendir el examen. Solo puedo imaginarme como fue la noche anterior a su prueba; hay solo tanta información que uno puede forzar dentro de la memoria y tanto café que uno puede tomar en la noche, antes de sentir los efectos de temblor y taquicardia. Tuvo que haber sido una de las peores noches de su vida, lo que es harto decir. Recordemos que este hombre sobrevivió bombardeos nocturnos.
El examen consistía en una interrogación personalizada, realizada por un cirujano que disponía de restos corporales. Con la voz cortada por el miedo y las piernas débiles, se presentó frente al profesional. Los preparados cadavéricos descansaban ordenados entre los dos, al igual que carne en el mostrador de un carnicero. La mano del cirujano seleccionó un hueso largo, recorriendo sus contornos con los dedos, saboreando las distintas superficies. El cerebro de mi abuelo observaba ansioso, con la certeza exaltada al reconocer el objeto que bailaba en las manos de su interrogador. ¡Un fémur! ¡Un fémur era fácil, algo que el sí podría responder! Dio un paso hacia adelante con confianza:
- Señor C… ¿Lo que tengo frente a mí es un fémur izquierdo o derecho?
Y con aquel detalle, el estudiante se paralizó. La confianza anterior se esfumó en un segundo. Había solo una cosa clara, él no tenía idea, pero el azar se disponía en dualidad, con la esperanza partida en dos. Con el corazón en la boca, se entregó a al destino, sin ser capaz de determinar de manera lógica la respuesta.
- Izquierda, señor.
- Es un fémur derecho, señor C...
Pero existía un hilo de esperanza, un evento divino que le abrió un camino, al cual se pudo acomodar con astucia. Su interrogador, leyendo mal su apellido, llegó a la conclusión de que él debía ser el hijo de un cirujano famoso, el cual era también un colega amigo. Así, su interrogación terminó divagando hacia historias de su pasado, del cual mi abuelo no tuvo el carácter para interrumpir y explicar que él no era quien su tutor creía. Sonó la campana que daba finalización al examen.
Su nombre estuvo en el listado de los aprobados, que fue colgado en la puerta del laboratorio de anatomía, el día siguiente. Entre sus mayores penas, me refirió alguna vez, fue no poder agradecer a aquel examinador que lo aprobó de manera fraudulenta.
Las cosas eran distintas antes. Un médico debía buscar un tutor, quien sería su guía en la especialidad que eligiera. Para mi abuelo, su primera especialidad fue cirugía, en lo cual destacó por ser de los peores. Cambió entonces al área médica, en cardiología. Su tutor era un hombre temido por voraz y aburrido. Solía hacer charlas expositivas eternas, en un auditorio gigante, con las luces apagadas, las cuales podrían ser descritas de cualquier manera, menos interesantes. Alguna vez le dije a mi abuela que yo era incapaz de ir a clases después de almuerzo, pues caía inconsciente por el sueño “Son los genes de tu tátara abuela C..”, me dijo, mientras le daba un codazo fuerte a mi abuelo, quien empezaba a roncar en la mitad de la prédica de la misa del domingo. Mi abuelo, siempre un fiel creyente y amigo de todo sacerdote, era incapaz de sobrevivir despierto la prédica. Con su primer tutor no fue distinto, y rendido ante un sueño repentino, que le llegó como un golpe en la nuca, cayó de su asiento en la primera fila. El público explotó en risa y su tutor nunca lo perdonó por la humillación. Fue expulsado del hospital.
En un llamado telefónico, esa misma tarde, le contó su vergonzosa experiencia a un médico conocido. Su colega consideró que la historia era de lo más cómica, en parte porque nunca había tenido simpatía por su antiguo tutor.
- Conozco a alguien que podría aceptarte como tutor, si es que estas dispuesto a entrar en el mundo de la investigación en cardiología.
A mi abuelo solo le toco acomodarse.
Cuando desarrollaba la especialidad, el mundo de la cardiología entraba en la revolución de una técnica nueva, que estaban perfeccionando bajo la investigación: Esta era, la reanimación cardiopulmonar o RCP. Existían múltiples teorías previas; desde compresión del estómago, respiración boca a boca por si sola, o la maniobra del “golpe de vida” (esta última consistía en dar un único golpe seco en el pecho, el que, si era realizado con la fuerza correcta, podría re iniciar el corazón). Pero no existía un sistema organizado, basado en ciencia, reproducible. ¿Cómo llegó a adentrarse en la investigación del RCP? Tal vez fue su lado más aventurero.
Así, empezó a trabajar en crear una respuesta ordenada de la maniobra que, en ese entonces, existía como una teoría. La idea de revivir a alguien tras un paro era impensada y los administrativos de los hospitales no deseaban invertir en máquinas ni entrenamiento. Su equipo contaba con la única máquina de desfibrilación de su hospital, la que era usado en contexto de investigación. Un día, mientras pasaban la visita de los hospitalizados, un paciente entro en un paro cardio-respiratorio. El destino tiene maneras de entregar a veces los momentos adecuados, solo hay que saber cómo sacarle provecho. Sin pensarlo, con sus colegas empezaron rápidamente a realizar la maniobra de reanimación, mientras el público de pacientes, familiares y funcionarios miraban horrorizados como ese grupo de médicos excéntricos aplastaban el pecho y soplaban aire dentro de la boca del “muerto”. Luego llegó uno con “la máquina”, y alejando a todos con un grito, dio una descarga eléctrica sobre el pecho descubierto. Algunos espectadores gritaron con horror, bajo la creencia que estaban experimentando una representación del horror del Prometeo moderno. La calma solo pudo reinstaurarse una vez que el silencio dominó sobre la ansiedad expectante de los observadores, ante el veredicto que dictarían los reanimadores ¡Había pulso! ¡En un hombre que hace unos minutos había sido considerado muerto! Mi abuelo me contó aquella experiencia como una de las exposiciones más increíbles de su vida, en la cual pudo ser protagonista. Hubo gritos y aplausos mientras la gente les daba la mano, bajo la ilusión de haber presenciado un milagro. Lo más importante, fue que aquellos espectadores fueron los mismos que luego presionaron a los administradores para comprar más máquinas milagrosas.
¿Cómo llegó a capacitar a los paramédicos? Una vez que uno de sus pacientes entrara en paro mientras le hacía una visita médica en su casa. La respuesta que presencio desde el equipo de ambulancia fue lejos del ideal. Con eso tomó una decisión.
En el pasado, las ambulancias funcionaban de una manera bastante distinta. Los que respondían a emergencias eran camilleros, es decir, gente capacitada solo para recoger y trasladar a un hospital. No había nada especializado en ello. Si ahora busco el nombre de mi abuelo en Google, veo una foto de él, a sus 80 años, sentado en una ambulancia en una ceremonia de conmemoración. Se lee en la descripción “Una vida salvando vidas”. Me toma un tiempo procesar la información, y de cierta manera el peso del legado me asusta, carcomen mis propias inseguridades. Con orgullo reconozco lo que significó el paso de mi abuelo en el mundo médico y lo lejos que estoy yo de hacer algo similar.
Mi abuelo fue considerado el padre de los paramédicos en Inglaterra, instaurando un modelo que luego sería implementado en otras partes del mundo. Su idea era simple. Las ambulancias debían contar con personal capacitado en intervenciones de reanimación cardiovascular y el objetivo, ante cualquier paro cardiorrespiratoria, es que se logre una desfibrilación temprana. Como médico, parece inimaginable contar con un sistema de ambulancia que no cuente con ese requisito hoy en día.
Fue también el padre de 4 hijos. Mi madre fue la mayor. Claro que compatibilizar los tiempos siempre es muy difícil. Mi abuelo entregó mucho de sí a la comunidad, lo que llevaba a largos tiempos de ausencia en su propia casa. Es sorprendente que supiera como reiniciar el corazón, pero ignorante de cuantos minutos toman para preparar un huevo duro. Mi madre tomó un rol “materno” auxiliar, reconocida como la mandona de los hermanos. Tal vez por eso también fue más independiente. A los 30 años, se enamoró y casó con un hombre que venía de Latinoamérica. Bajo la mirada suspicaz de su familia, accedió con viajar con él de vuelta a su país natal. Chile, para ese entonces, estaba recuperando de las heridas infligidas por una dictadura. Mi madre, en ese sentido, fue muy valiente.
La sorpresa del embarazo vino cargada de miedo e inseguridad. Éramos cuatro los que compartíamos entre los muros del útero de mi madre. El embarazo fue difícil. Complicaciones no faltaron y, dado la fragilidad de nuestro estado, mi madre pasó los últimos meses en cama, con restricción absoluta de movimiento. Nacimos un 7 de mayo, siendo tan prematuros que tuvimos que pasar nuestros primeros días en incubadora. Mi padre fue el primero en poder tocarnos, a través de un guante que estaba en la pared lateral de nuestra prisión provisional. Tuvimos todas las enfermedades que pueden imaginarse en un prematuro, pero así y todo sobrevivimos los cuatro. Tal vez, producto de nuestro frágil estado de salud, el hecho de haber nacido en un país subdesarrollado y su ansiedad de personalidad, es que la preocupación a mi abuelo nunca se le pasó ¿Cómo ayuda un hombre a su hija, separado por kilómetros y barreras culturales?
Mis abuelos nos visitaban todos los años. Amaban chile, en parte por el clima, el vino y la fruta. Era normal que en sus visitas tuviera que ausentarse, siendo invitado a charlas o conferencias locales. Cuando viajábamos, llegaban personas a saludarlo con respeto, pero el no dudaba en mirarnos y decir algún comentario tonto. A donde más íbamos, era a viñedos.
Cuando tuve 19 años me hice bombero voluntario en Santiago, profesión que mantengo hasta el día de hoy, en paralelo con mi profesión de médico. Mi abuelo nunca estuvo de acuerdo “Es muy riesgoso, y no puedes formar parte de 2 organizaciones de emergencia, no tiene sentido” me decía. Aprovechando los conocimientos de medicina, he impulsado una amplia carrera como rescatista, desarrollándome en especialidades como rescate vehicular, rescate con cuerdas y rescate en zonas agrestes. Al terminar la carrera de medicina, opté por tomar un trabajo como médico general en una zona rural. Ahí me uní a los bomberos de mi nueva ciudad (Osorno, capital regional) y entré al grupo de Rescate Urbano, especialidad de rescate cuyo objetivo es el salvamiento de personas en desastres de estructuras colapsadas, como son los terremotos.
Le conté mis avances en el mundo de rescate, la última vez que lo vi. Ya no mostraba la misma negativa, pero en parte creo que no entendió del todo lo que le estaba hablando. Lo encontré cansado, apoyado en su bastón, con los pies hinchados por una enfermedad al corazón que él mismo nos hacía creer inexistente. Me contó las mismas historias de siempre, pero sin la misma chispa. A veces parecía olvidar el final de la historia… a veces yo tenía que ayudarlo. Me di cuenta, para ese entonces, que estaba mostrando síntomas de demencia. Pero él ya lo sabía, y en reunión con su doctor de cabecera, firmó un documento en el que rechazaba toda atención médica que tuviera que desarrollarse fuera de su casa. Creo que nos dejó claro su decisión, si moría, quería que fuera en su casa. En eso nadie se iba a poder oponer.
Hoy en día está en cama. Ya no es capaz de tener una conversación en profundidad. Disfruta comer cosas dulces y se niega a levantarse. Lo que todos sabemos es que, a ese ritmo, le quedan probablemente unos pocos meses de vida.
Hace un mes fui a un congreso organizado en la ciudad de Valparaíso, dirigido a la respuesta de equipos de rescate urbano y equipos médicos de urgencia. En ella había bomberos y autoridades de todo chile, incluido con algunos bomberos de Latinoamérica. Conversando con algunos colegas, me presentaron a una doctora que había ingresado como voluntaria de bomberos hace poco tiempo. Tenía 60 años, acogedora y risueña. Tenía un curricular sorprendente: Era médico de urgencias, siendo la primera generación de capacitadoras en reanimación a nivel nacional. Era reconocida por ser fundadora de distintos organismos latinoamericanos en relación con educación y reanimación. Además, era la doctora personal del presidente, cuando este viajaba fuera del país, lo que me pareció bastante interesante. Pero había algo en ella que me parecía tan familiar, y sin poder evitarlo, tuve que preguntar:
- ¿Por alguna razón, tu conocerás a mi abuelo?
Se quedó callada y pensativa, mientras me miraba de arriba hacia abajo. Con una media sonrisa, me preguntó:
- ¿Tu abuelo quién es?
- D… C…
- ¡R.., no puedo creer que seas tú!
Nos dimos un abrazo, ante un círculo de rostros confundidos. Yo la conocía de infancia, pero en ese tiempo era muy pequeño. Lo último que recuerdo es ella acompañándome al patio de una viña, mientras entrevistaban a mi abuelo. Yo solo estaba emocionado, pues pensaba que mi abuelo saldría en una película. Me enseñó a comer higos, mientras yo me balanceaba en las ramas del antiguo árbol y me recitó partes de un poema de Pablo Neruda. Ahora yo estaba crecido. No nos habíamos visto en más de 20 años. Ella y su pareja eran amigos antiguos de mi abuelo, habían trabajado juntos en temáticas de reanimación en Latinoamérica y viajado juntos muchas veces.
Su marido tenía un carisma especial. Era bombero y ejercía como tal hace muchos años. También se puso bastante feliz de verme. Con afecto me contó de la vez que mi abuelo le había pegado en la cabeza con su bastón, por estar fumando una pipa en un café de Viena.
- Tu abuelo ahí me dijo, tu eres un ejemplo para la juventud. Cuando los jóvenes te vean fumando pipa, van a querer hacer lo mismo. Desde ahí que solo fumo en lugares privados, porque es verdad, la juventud siempre trata de copiarle a uno.
Pasamos la tarde compartiendo entre bomberos. Con su pipa en mano, proyectando una imagen olvidada de Sean Connery, el nos contó de la vez que rescató a una mujer de un departamento en llamas. Había quedado solo en la pieza, teniendo que arrastrar a la mujer hacia una esquina y tirar la cama como barricada, para evitar que las llamas invadieran la pieza su refugio improvisado. Afuera, el fuego había rodeado ya el pasillo, bloqueando cualquier posibilidad de salida. Pero el miedo, en situaciones catastróficas, es un aliado valioso. Al apoyarse en la pared, asustado y arrinconado, se dio cuenta que esta emitía un sonido hueco. Sin perder tiempo, se sacó su equipo de respiración de la espalda y, usándolo como ariete, embistió la pared con una furia enloquecida, hasta lograr generar un espacio en el que pudo introducirse y llevarse con sí a la víctima. Salió de la estructura con la mujer en brazos, con el aire heroico que todo bombero alguna vez a soñado con experimentar.
En un momento de la noche, me separó del grupo, para preguntarme como estaba mi abuelo. Le conté todo, la demencia, la postración y sus deseos de no ser tratado.
- El viejo C.., siempre tan duro. Esta bien, quiere vivir a su ley.
Me contó que admiraba mucho a mi abuelo. Yo lo escuche con un orgullo nostálgico. Pero es raro de procesar, pues mi abuelo nunca quiso ser para nosotros una figura de renombre. Quería ser solo nuestro abuelo, y así se presentó. Optó por contarnos historias, ridiculizarse y darnos cariño con esa forma europea que puede ser un poco fría para los que compartimos las tradiciones latinas. Pero sé que nos adoraba. Nunca pudimos hablar como médicos, como pares. Cuando yo ya estaba encaminado, el ya había empezado a perder su noción de sí. Yo se que el hubiera amado recibirme en su país, recomendarme para especializarme. Pero preferí quedarme aquí, abrir mi propio camino, no crecer a la sombra de una gran potencia.
- Una última cosa. Hay algo que me dijo tu abuelo que nunca voy a olvidar.
- ¿Qué fue?
- Yo siempre he desconfiado de mí. Me da vergüenza hablar frente a personas, lo que siempre me ha complicado. Un día le dije a tu abuelo: D…, no sé qué hacer, sufro del síndrome del impostor.
“No te preocupes” me respondió “que a mí me pasa lo mismo.”
¿Te das cuenta? Si al viejo C… le pasaba, y logró de todo ¿Cómo yo iba a dudar de mí?
Nunca conversé con mi abuelo sobre sus logros, nunca pude pedirle consejos profesionales y saber como enfrentar las crisis del adulto. Cuando llegaron a cierta edad, se les hizo imposible viajar de vuelta a Chile. En los últimos 10 años solo he podido visitarlo 2 veces. Es posible que no alcance a verlo de nuevo. Siento que, en parte, el abuelo profesional, reconocido, admirable, lo conozco por notas de internet y cuentos de terceros. Me hubiera encantado poder sacar más provecho en mi infancia, pero en ese tiempo no tenía ni la madurez ni la visión de mundo que tengo ahora. Pero con mirada crítica, veo en sus historias y narraciones pequeñas islas de sabiduría.
La duda reside persistente sobre la figura del hombre que no estaba, el hombre que parece mirarlo desde la punta de la escala, cuya presencia parece ser una fuente de angustia, pequeña pero persistente. Creo que toda decisión viene con sus consecuencias. En parte, ese hombre puede ser la culpa, la noción de las responsabilidades personales que dejó abandonadas en función de su crecimiento profesional. Nada nunca es gratis y el tiempo no es eterno. Tal vez ahora desea quedarse en casa, reconociendo que durante si vida estuvo tanto tiempo afuera, tanto tiempo ocupado, que olvido disfrutar de ella y de quienes en ella también residían. Pero también puede ser la inseguridad, la que se entromete en el centro del alma en forma de duda. Es ese hombre, el que transforma una vida de esfuerzo, errores y elecciones en predeterminaciones del azar. Bajo su mirada, es que tememos ser descubiertos, pensando que cuando la gente logre conocernos de verdad, estaremos expuestos, desnudos contra los observadores. No es raro ahí querer justificarse, al final, el que se justifica se excusa.
Creo que el hablarme del hombre que no estaba ahí también forma parte de una advertencia. Yo se que tendré que lidiar con mi propio espía inexistente: El peso del linaje puede recaer pesado, en forma de expectativas imposibles. No vale la pena intentar escapar de ellas, pues así se niega la individualidad. Hay que reconocerlo y ser consciente de las decisiones; las consecuencias que vengan con ellas hay que saber aceptarlas. El hombre que no está ahí puede llegar a ser una realidad ineludible. Me gustaría pensar que mi abuelo me preparaba desde pequeño, para hacerlo un conocido familiar, al que se pueda soportar, sin necesidad de ser amigos.
Estoy orgullosos de mi abuelo. Estoy orgulloso del hombre que llegó a ser, pero sobre todo del hombre que yo conocí. Agradezco haber conocido su dulzura y tal vez su forma más íntima e infantil, una que quedó guardada después de la guerra, que solo logro extraer con nuestra infancia. Agradezco que me haya contado historias, introduciéndome de manera indirecta en esta forma de vida, la vida de las narraciones, con la expresión del lenguaje como mecanismo para mantener vivo nuestro pasado.
Se que ahora, sobre la escala de tu casa, espera paciente la muerte. Fueron rivales por mucho tiempo, mi abuelo le sacó varias victorias. Pero al igual que un juego de ajedrez, cada uno tiene derecho a su turno. Creo que mi abuelo nunca pensó ganar, pero si sacarle una buena partida. Ahora ya no le quedan más movimientos, pero nos muestra su estrategia sin miedo. Su rival tendrá su última jugada en el momento indicado.
Excelente relato de vida, Raúl. Me tentás a relatar acerca de mi abuelo, un italiano ferroviario a quien no llegué a conocer -falleció a mis 2 años de edad-, pero del cual conservo las historias que de él me contaba mi padre -otro ferroviario. Un abrazo transcordillerano.